Leo esta mañana una noticia de lo más chocante: una limpiadora de un museo alemán ha destrozado una obra de arte contemporáneo a base de estropajo. La tal obra de arte consiste en una estructura de madera –como un andamio-, manchada de goterones de pintura –como un andamio-, y con un coste económico de unos 800.000 euros de vellón –como un andamio del tamaño del Palacio Real, vamos-. No me extraña que la buena señora pensase que se trataba de un andamio y, cumpliendo con las órdenes recibidas, quisiese dejarlo limpio como una patena.
Hace pocos años ocurrió algo similar en un museo inglés: se inauguraba una exposición de arte moderno, y, tras la velada, la señora de la limpieza procedió a retirar una inusitada cantidad de basura del suelo. “¡Qué gente más guarra!” debió de pensar. Pero no, la basura que estaba recogiendo no era tal basura. Se trataba de una “instalación” de uno de los geniales autores concurrentes a la muestra. Aquí la cosa tuvo aún más gracia. Preguntada por la prensa, la señora de la limpieza no tuvo reparo en contestar algo así como: “Miren ustedes: yo de arte no entiendo nada, pero de basura sé mucho. Y estoy segura de que lo que he recogido es basura.”
Por mi parte, confesaré que en materia de arte soy como las mentadas señoras de la limpieza. Me considero de un tradicional que espanta. Me encantan las escuelas clásicas, los grandes maestros, los verdaderos artistas de todas las épocas, y hasta los humildes trabajos artesanales hechos con amor y dedicación. En materia de música he pateado más de una ruidera sinfónica (si es que se puede llamar “sinfónico” a un mix de gañidos desafinados), y hace algunos años me tuvieron que llamar la atención en un Museo de Arte Contemporáneo por tomarme a broma una exposición de algún escultor de campanillas que no tengo interés alguno en recordar. Y en muchos certámenes hubiera votado por dar el premio al paragüero del hall.
Por mi parte, confesaré que en materia de arte soy como las mentadas señoras de la limpieza. Me considero de un tradicional que espanta. Me encantan las escuelas clásicas, los grandes maestros, los verdaderos artistas de todas las épocas, y hasta los humildes trabajos artesanales hechos con amor y dedicación. En materia de música he pateado más de una ruidera sinfónica (si es que se puede llamar “sinfónico” a un mix de gañidos desafinados), y hace algunos años me tuvieron que llamar la atención en un Museo de Arte Contemporáneo por tomarme a broma una exposición de algún escultor de campanillas que no tengo interés alguno en recordar. Y en muchos certámenes hubiera votado por dar el premio al paragüero del hall.
Te cuento todo esto porque, a pesar de ello, quiero ponerte en conocimiento de una singular exposición que se ha inaugurado en la ciudad de Cáceres el pasado día 3 de noviembre.
Se trata de una curiosa iniciativa consistente en proponer a veintitantos artistas locales que interpreten a su estilo otros tantos escudos del municipio. Por lo que puede verse en las fotos que te mando, el resultado es de lo más desigual: al fin y al cabo, en la nómina de artistas invitados hay desde pintores hasta grafiteros (sí, sí: hoy a pintar en una fachada se le llama arte; en otras épocas más decentes al que pintaba en las paredes lo menos que se le espetaba era un “¡menudo fresco!”).
Se trata de una curiosa iniciativa consistente en proponer a veintitantos artistas locales que interpreten a su estilo otros tantos escudos del municipio. Por lo que puede verse en las fotos que te mando, el resultado es de lo más desigual: al fin y al cabo, en la nómina de artistas invitados hay desde pintores hasta grafiteros (sí, sí: hoy a pintar en una fachada se le llama arte; en otras épocas más decentes al que pintaba en las paredes lo menos que se le espetaba era un “¡menudo fresco!”).
Comprenderás que estas obras no me inspiran en exceso y doy por descontado que muchos lectores pondrán el grito en el cielo con semejantes atrevimientos. Pero creo que también podemos hacer otra reflexión de diferente naturaleza: quienes pretendemos que la heráldica es una ciencia viva ¿no deberíamos congratularnos de que blasones y armerías sigan dando fe de su existencia, en este caso como inopinados modelos para las artes plásticas?
El barón de Sórvigo