ORÍGENES Y EVOLUCIÓN DE LA HERÁLDICA HISPANA
Dr. Alfonso de Ceballos-Escalera y Gila,
Marqués de La Floresta
Marqués de La Floresta
Cronista de armas de Castilla y León
CAPÍTULO SEXTO:
EL FIN DE LA EDAD MEDIA (1480-1560)
Este periodo comprende uno de los momentos claves de la historia española, pues que en él tuvieron lugar cuatro hechos importantísimos para el devenir histórico de la Península: la unidad de casi todos los reinos peninsulares, el descubrimiento de América, la apertura española hacia Europa, y la difusión de las nuevas ideas renacentistas. Todos ellos, como es lógico, tuvieron consecuencias heráldicas formales, legales y conceptuales . Antes de seguir adelante, me parece que conviene mucho añadir que la mayor parte de los ejemplos propuestos corresponden a los reinos de Castilla y León, desde el Cantábrico al Estrecho, y desde éste a las Américas.
Los cambios conceptuales obedecen directamente a la nueva mentalidad renacentista. A las dos vidas del hombre medieval, la terrenal y la espiritual, se une ahora una tercera forma de vida, la de la fama, el público concepto que merece el hombre a sus coetáneos. La representación, el aparato de las formas cotidianas, se convierte en definitorio de la condición social de la persona. El Arte pasó a ser expresión del Poder. Ello provoca un auge de las formas exteriores, de las apariencias. En el terreno heráldico, esto se traduce de varias maneras más o menos evidentes: el desmesurado aumento del tamaño de las piezas, la importancia que las armerías adquieren en las decoraciones arquitectónicas y artísticas, la limitaciones sociales y hasta legales en cuanto a la reserva de su uso para los estamentos directores de la sociedad, la manera de organizar los escudos y dotarlos de símbolos patentes de la categoría de sus dueños, etcétera. Facilitan grandemente este cambio de mentalidad dos hechos coetáneos: el notorio aumento de las relaciones peninsulares con la Europa central (sobre todo a partir de las bodas, al filo del 1500, de los infantes castellanos con los príncipes de Austria, Portugal e Inglaterra); y el creciente número de hidalgos, pues que bajo el reinado de los Reyes Católicos, a la nobleza medieval (militar y terrateniente), se suma una nueva y numerosa casta de hidalgos, procedente de la clase media dedicada a la Corte y a la toga, y del influyente mundo de los judeoconversos.
En consecuencia, se observa durante este periodo un aparente crecimiento del número de escudos de armas en uso. Carecemos de estudios estadísticos comparativos (por otra parte muy difíciles de realizar con una mínima precisión, pues que gran número de piezas han desaparecido en el transcurso de los tiempos), pero es evidente que la mayoría de las piezas inmuebles que hoy podemos observar, no se remontan más allá de la primera mitad del siglo XVI. Ello no quiere decir que no se utilizaran antes estas armerías por los respectivos linajes, pero todo indica que no en tal medida. Por otra parte, y sobre este punto sí poseemos mayor conocimiento, es lo cierto que desde fines del siglo XV el número de hidalgos aumentó sensiblemente, dado que en tal periodo aquel estamento nobiliario era bastante abierto y permeable, siendo relativamente fácil la incorporación al mismo de abogados, cortesanos y conversos. A más nobleza (especialmente si es advenediza), debieran corresponder más escudos de armas (para asimilarse rápidamente los recién llegados a la antigua nobleza). Y, si bien el uso de armerías por la alta nobleza fue constante, las referencias documentales de su uso por los simples hidalgos urbanos (no digamos en las zonas rurales norteñas) son más reducidas. Ello podría significar que durante la primera mitad del siglo XVI la heráldica conoció el inicio de un gran florecimiento en cuanto a su difusión social, que culminaría en la siguiente centuria.
Los cambios formales, directa consecuencia del cambio de mentalidad y del cambio social que acabo de exponer, son quizá los más evidentes, aunque de diverso alcance. Voy a referirme a ellos por separado para mayor claridad.
La primera novedad formal, la más evidente, es la que atañe al tamaño de las piezas heráldicas, especialmente las arquitectónicas o inmuebles. Hasta fines del siglo XV, y con la excepción de la heráldica regia, los escudos que decoraban casas, templos y retablos eran de tamaño reducido (entre 40 y 60 centímetros de altura, por término medio), y aunque ocupaban siempre un lugar preferente, es lo cierto que no constituían uno de los elementos decorativos fundamentales: tenían una función secundaria, meramente identificativa, o como mucho de marca de propiedad. Pero desde entonces los adornos heráldicos pregonaron el rango y la importancia social de sus poseedores, fueron una insignia de nobleza y poder, y por lo tanto se colocaron en el primer lugar en cualquier construcción (en el segundo en los retablos y capillas, por razones obvias de respeto a la divinidad y a los santos titulares); ello requirió un aumento de su tamaño. El proceso se observa claramente a partir de los años 1480-1510, y seguramente a imitación de la Familia Real (que lo venía haciendo desde unos treinta años antes), las piezas heráldicas que adornan las construcciones levantadas por la primera nobleza del Reino fueron de gran tamaño: recordemos, sin ir más lejos, los blasones que ornan la capilla del Condestable en la catedral burgalesa (edificada circa 1490), los que adornaban la capilla mayor del convento de San Francisco en Cuéllar (Segovia), pertenecientes a los Duques de Alburquerque (que hoy se hallan colocados en el madrileño castillo de Viñuelas), o los que muestra la fachada principal y capilla mayor del monasterio segoviano del Parral, fundación de los Marqueses de Villena (labrados hacia el 1490). Notemos que, aún por el 1530, este proceso apenas se nota en la zona de Salamanca y Ávila, cuyas casonas hidalgas ostentaban blasones relativamente pequeños, aunque eran ya la única y principal ornamentación de sus fachadas; en Valladolid, Burgos o Segovia -ciudades más ricas y con mayor relación exterior- las labras heráldicas eran ya de mayor tamaño. Es, como casi siempre, una moda que se fue filtrando en la sociedad desde arriba hacia abajo, culminando el proceso hacia el 1550-1580, en que ya encontramos piedras heráldicas de gran tamaño en familias de hidalgos urbanos más o menos ilustres, y sobre todo ricos. El ejemplo del gigantesco escudo de armas de la familia La Gasca, colocado en la fachada del templo vallisoletano de la Magdalena (circa 1540), ilustra por sí solo cuanto expongo.
La primera novedad formal, la más evidente, es la que atañe al tamaño de las piezas heráldicas, especialmente las arquitectónicas o inmuebles. Hasta fines del siglo XV, y con la excepción de la heráldica regia, los escudos que decoraban casas, templos y retablos eran de tamaño reducido (entre 40 y 60 centímetros de altura, por término medio), y aunque ocupaban siempre un lugar preferente, es lo cierto que no constituían uno de los elementos decorativos fundamentales: tenían una función secundaria, meramente identificativa, o como mucho de marca de propiedad. Pero desde entonces los adornos heráldicos pregonaron el rango y la importancia social de sus poseedores, fueron una insignia de nobleza y poder, y por lo tanto se colocaron en el primer lugar en cualquier construcción (en el segundo en los retablos y capillas, por razones obvias de respeto a la divinidad y a los santos titulares); ello requirió un aumento de su tamaño. El proceso se observa claramente a partir de los años 1480-1510, y seguramente a imitación de la Familia Real (que lo venía haciendo desde unos treinta años antes), las piezas heráldicas que adornan las construcciones levantadas por la primera nobleza del Reino fueron de gran tamaño: recordemos, sin ir más lejos, los blasones que ornan la capilla del Condestable en la catedral burgalesa (edificada circa 1490), los que adornaban la capilla mayor del convento de San Francisco en Cuéllar (Segovia), pertenecientes a los Duques de Alburquerque (que hoy se hallan colocados en el madrileño castillo de Viñuelas), o los que muestra la fachada principal y capilla mayor del monasterio segoviano del Parral, fundación de los Marqueses de Villena (labrados hacia el 1490). Notemos que, aún por el 1530, este proceso apenas se nota en la zona de Salamanca y Ávila, cuyas casonas hidalgas ostentaban blasones relativamente pequeños, aunque eran ya la única y principal ornamentación de sus fachadas; en Valladolid, Burgos o Segovia -ciudades más ricas y con mayor relación exterior- las labras heráldicas eran ya de mayor tamaño. Es, como casi siempre, una moda que se fue filtrando en la sociedad desde arriba hacia abajo, culminando el proceso hacia el 1550-1580, en que ya encontramos piedras heráldicas de gran tamaño en familias de hidalgos urbanos más o menos ilustres, y sobre todo ricos. El ejemplo del gigantesco escudo de armas de la familia La Gasca, colocado en la fachada del templo vallisoletano de la Magdalena (circa 1540), ilustra por sí solo cuanto expongo.
Pasando ya a tratar los cambios formales en los aspectos puramente heráldicos, comenzaré por señalar aquellos que incumben al campo del escudo, a sus piezas. Primeramente, la difusión del cuartelado, hasta aquél momento reservado a la heráldica regia y escasamente utilizado por los particulares. La unión de los reinos de Castilla y Aragón hizo precisa una nueva combinación de las armerías de ambas Coronas, que se resolvió recurriendo al invento castellano por excelencia, el cuartelado heráldico. El resultado, muy brillante y vistoso desde el punto de vista del diseño heráldico, era en realidad un cuartelado reiterado de Castilla y León por un lado, y de Aragón-Sicilia por otro. Ello provocó casi inmediatamente multitud de imitaciones, iniciadas como es natural por la alta nobleza, pero seguidas de cerca en el tiempo por los hidalgos de las ciudades castellanas. Por ejemplo, si bien los escudos de los Marqueses de Villena que adornan la fachada del segoviano Monasterio del Parral, colocados hacia 1490, ya son cuartelados (Pacheco, Portocarrero, Acuña y Enríquez), también cuartelaban entonces sus armas algunas familias de la nobleza urbana: Los Ribera y Silva en Toledo, los Mercado Peñalosa, los de La Lama y los Zuazo en Segovia; familias todas de mucha menor relevancia social. Los ejemplos son innumerables.
No solamente se imitaba el cuartelado regio o cuartelado puro (los cuarteles primero y cuarto idénticos entre sí, lo mismo que el segundo y el tercero), como hacia 1530 hacían en Segovia los citados Mercado Peñalosa, los de La Lama o los Avendaño,
sino que también se difundió simultáneamente el cuartelado impropio (porque muestra los cuatro cuarteles diferentes); tal hacían en la misma época los Ribera y Silva toledanos, o los Heredia segovianos. No estoy seguro de que ya en aquella temprana época este cuartelado impropio tuviera como motivo el deseo de pregonar los enlaces y parentescos de su poseedor con otros linajes ilustres; más bien el uso parece limitarse a recoger los abolorios inmediatos del propietario.Aparecen en este periodo, y sobre todo desde 1530, nuevas piezas heráldicas, provenientes casi siempre del Nuevo Mundo recién descubierto. Así, proliferaron en la heráldica castellana de fines del Cuatrocientos piezas tales como los salvajes o momos, un uso causado por las leyendas originadas en las expediciones y descubrimientos africanos de los portugueses , y que pasará a la conquista castellana de las Indias (por eso se incluyeron en las armas concedidas en 1530 a Juan de Burgos, vecino de Tenochtitlán). Ya en el Quinientos se incorporarán barcos y navíos (en las concedidas en 16 de julio de 1536 al capitán Jerónimo de Aliaga, conquistador del Perú), islas (es famosa su inclusión en las armas nuevas dadas al almirante Colón por los monarcas), fieras americanas como tigres o pumas (en el mismo escudo de Aliaga que acabo de citar), etcétera. Conviene afirmar ahora que la heráldica indiana era puramente castellana, sin apenas otros rasgos peculiares que estas exóticas piezas. También es de notar que junto a estas piezas novedosas, apareció la moda de incluir en los escudos o en sus cuarteles un mayor número de piezas o muebles, en oposición a la simplicidad medieval vigente hasta el momento.
En cuanto a los aspectos formales del exterior del escudo de armas, notemos la aparición y consolidación de los ornamentos exteriores. Que si bien ya figuraban en la heráldica regia desde mucho tiempo antes, no alcanzaron difusión hasta ese momento, y siempre siguiendo la corriente social desde arriba hacia abajo. Así las coronas, usadas ya por los Reyes de Castilla desde el 1380 aproximadamente, fueron tomadas entonces por los Grandes y Títulos; ello ocurrió ya pasado el 1500. Por ejemplo, es notable que ni en la capilla del Condestable (Duques de Frías), muy de fines del siglo XV, ni en el monasterio del Parral (Marqueses de Villena), del año 1490, los grandes escudos estén timbrados por coronas.
Sí en cambio en Guadalajara, en la fachada del palacio del II Duque del Infantado, en un escudo tallado hacia 1485; y en Cuéllar, cuya fortaleza y murallas adornan grandes piezas heráldicas colocadas por el Duque de Alburquerque hacia 1510. Recordemos que es el César el que, hacia el 1530, comenzó a usar de la corona real cerrada, que era más bien símbolo de su rango imperial.
En cuanto a los aspectos formales del exterior del escudo de armas, notemos la aparición y consolidación de los ornamentos exteriores. Que si bien ya figuraban en la heráldica regia desde mucho tiempo antes, no alcanzaron difusión hasta ese momento, y siempre siguiendo la corriente social desde arriba hacia abajo. Así las coronas, usadas ya por los Reyes de Castilla desde el 1380 aproximadamente, fueron tomadas entonces por los Grandes y Títulos; ello ocurrió ya pasado el 1500. Por ejemplo, es notable que ni en la capilla del Condestable (Duques de Frías), muy de fines del siglo XV, ni en el monasterio del Parral (Marqueses de Villena), del año 1490, los grandes escudos estén timbrados por coronas.
Sí en cambio en Guadalajara, en la fachada del palacio del II Duque del Infantado, en un escudo tallado hacia 1485; y en Cuéllar, cuya fortaleza y murallas adornan grandes piezas heráldicas colocadas por el Duque de Alburquerque hacia 1510. Recordemos que es el César el que, hacia el 1530, comenzó a usar de la corona real cerrada, que era más bien símbolo de su rango imperial.
Aparecieron en las labras heráldicas, muy a finales del siglo XV y más bien durante la primera mitad del siglo XVI, otros ornamentos exteriores como yelmos y lambrequines, cimeras más o menos complicadas (moda ésta que fue efímera), lemas, cordones, banderas (como las usadas por los Toledo, los Córdoba o los Acuña), etcétera. Recordemos otra vez las armerías de los Marqueses de Villena en el monasterio del Parral, del año 1490, en el cual aparecen yelmos, lambrequines, cimeras (el ave fénix, el halcón), y lemas. O los de los Duques de Frías en Burgos, igualmente adornados con yelmos, lambrequines y cimeras (águilas, dragones). Los armoriales de la época (hay algunos de la Insigne Orden del Toisón de Oro conservados en el Archivo de Palacio y en la Real Academia de la Historia), recogen muchas cimeras en los escudos de la alta nobleza castellana; también menciona por menor las de cientos de próceres de la alta nobleza castellana el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, en sus Batallas y Quincuagenas.
Mención especial merece la manera castellana de acolar a los escudos de armas los hábitos de las Órdenes Militares castellanas a las que pertenecía su poseedor; porque, en vez de colocarse las insignias respectivas pendientes de la punta mediante cintas o collares (lo usual en Europa), se colocaron detrás del mismo, asomando las puntas de las cruces por los flancos y la punta, y a veces el jefe, simbolizando así que ese escudo representaba a la persona de su dueño. Dos ejemplos señalados nos los ofrecen la casa de las Conchas en Salamanca, edificada hacia el 1500; y el escudo central de la capilla mayor del repetido monasterio del Parral, del año 1490.
Este sistema, que se difundió en la primera mitad del siglo XVI (el primer ejemplo conocido parece ser un sello real del Maestrazgo de Santiago, de 1499), arraigó de tal manera que ha llegado incólume y vigoroso hasta nuestros días.
Soportes y tenantes alcanzaron también una difusión creciente, que se origina muy a comienzos del siglo XV: las Armas Reales de Enrique III y de su esposa Doña Catalina de Lancaster, en su fundación dominicana de Santa María la Real de Nieva, en Segovia, aparecen sostenidas por sendos ángeles (las del Rey)
Mención especial merece la manera castellana de acolar a los escudos de armas los hábitos de las Órdenes Militares castellanas a las que pertenecía su poseedor; porque, en vez de colocarse las insignias respectivas pendientes de la punta mediante cintas o collares (lo usual en Europa), se colocaron detrás del mismo, asomando las puntas de las cruces por los flancos y la punta, y a veces el jefe, simbolizando así que ese escudo representaba a la persona de su dueño. Dos ejemplos señalados nos los ofrecen la casa de las Conchas en Salamanca, edificada hacia el 1500; y el escudo central de la capilla mayor del repetido monasterio del Parral, del año 1490.
Este sistema, que se difundió en la primera mitad del siglo XVI (el primer ejemplo conocido parece ser un sello real del Maestrazgo de Santiago, de 1499), arraigó de tal manera que ha llegado incólume y vigoroso hasta nuestros días.
Soportes y tenantes alcanzaron también una difusión creciente, que se origina muy a comienzos del siglo XV: las Armas Reales de Enrique III y de su esposa Doña Catalina de Lancaster, en su fundación dominicana de Santa María la Real de Nieva, en Segovia, aparecen sostenidas por sendos ángeles (las del Rey)
o frailes dominicos (las de la Reina).
Todos sus sucesores continuaron usando tenantes y soportes: Juan II, ángeles (en la cartuja de El Paular, así como en el templo y retablo de la cartuja de Miraflores, levantado por su hija Doña Isabel hacia 1480), y ocasionalmente leones; Isabel I, el águila de San Juan (que ya figura en un sello de 1473, siendo aún princesa y soltera). Poco más tarde, los Reyes Católicos usaban como soportes sendos leones. Así figuran sus armas en la fachada de dos conventos dominicanos: el de Santa Cruz la Real de Segovia, y el de Santo Tomás de Ávila (ambos edificados en 1485); cada león sostiene una bandera con las respectivas divisas de los monarcas.
Una curiosa combinación de soportes en las Armas Reales, en que aparecen a la vez sendos leones y el águila acolada, figura en la portada principal de la iglesia de Santa María la Mayor, en Aranda de Duero (Burgos), elevada a fines del siglo XV;
así como en lo alto de la fachada del convento vallisoletano de San Pablo, del 1490, y en la portada principal de la Catedral salmantina, iniciada en 1512. También es curioso que el único escudo de los Reyes Católicos que aparece en el templo de Miraflores, del 1485, esté sostenido por sendos ángeles; lo mismo que el sepulcro del Infante Don Alfonso, el malogrado primer Alfonso XII.
El caso es que ya hacia 1480, algunas familias de la alta nobleza castellana utilizaban tenantes, siendo la figura preferida la del salvaje, bien desnudo o bien greñudo, cuya importancia heráldica ya ha sido bien estudiada, como antes he recordado.
Tales tenantes usaron los Dávila, Marqueses de las Navas (en la portada de su palacio abulense, acompañados de dos trompetas a caballo), los Mendoza, Duques del Infantado (en su palacio de Guadalajara), los Marqueses de los Vélez (en su capilla de la catedral de Murcia), los Duques de Arcos (en su palacio de Marchena), o los Velasco, Condestables de Castilla (en su capilla de la catedral burgalesa, donde también hay blasones sostenidos por ángeles, por guerreros, por leones y por heraldos). También los salvajes son la pieza principal en la decoración de la fachada del Colegio de San Gregorio en Valladolid, ejecutada entre 1495 y 1499.
Otros escudos de grandes linajes aparecen sostenidos por ángeles o heraldos (caso éste de las armerías de Mendoza, en el patio del palacio de Infantado en Guadalajara), o soportados por leones o grifos. Estos soportes o tenantes adoptaron diversas combinaciones: bien en pareja, uno a cada lado, que es la más común en las Armas Reales (ángeles o leones); bien una sola figura colocada en uno de los flancos, como en la capilla del contador Fernán López de Saldaña, en Santa Clara de Tordesillas (c.1430-1440), o en el retablo mayor de San Nicolás de Burgos (patronato de los López Polanco, ricos mercaderes del 1500), o en la fachada principal de la Catedral salmantina (un águila, un león), ya del 1512; o bien un solo ángel, pero acolado tras el escudo, como vemos en la iglesia de Santa María de Dueñas (Palencia), sobre los sepulcros de Lope Vázquez de Acuña (†1485) y su esposa Doña Inés Enríquez (†1489).
Pero también muchas familias de la nobleza urbana castellana colocaron soportes y tenantes en sus escudos. A título de ejemplo, baste señalar, además del citado de San Nicolás de Burgos, el sepulcro de Pedro López de Medina en la capilla del Hospital de Viejos de Segovia (con ángeles), los blasones que adornan la capilla mayor del también segoviano convento de San Agustín, con las armas de los Guevara (acolados de un león que las soporta), los escudos de los Proaño en Sepúlveda y San Miguel de Negueruela (con águila acolada), o las labras de la salmantina Casa de las Conchas (con leones); mientras que son salvajes los tenantes de los escudos de las casonas de los Heredia en Segovia, de los Zafra en Granada, de los Torres en Úbeda, de los Guzmán en León, de los Gomara en Soria, de los Arredondo en Cornejo (Burgos), del Deán Valderrábano en Ávila, etcétera. La moda heráldica de usar de soportes y tenantes continuó vigente a lo largo de todos los siglos XVI y XVII.
Capítulo aparte merecen las divisas, ornamentos exteriores del escudo que, difundidos sólo entre la realeza y los grandes desde mediados del XV, tuvieron uso durante cien años escasos. Formados idealmente por cuerpo (emblema) y alma (lema), constituían un símbolo paraheráldico, personal y no hereditario, que frecuentemente acompañaba al escudo de armas familiar y a veces incluso le sustituía. Entre las más conocidas y famosas, recordemos la banda o la escama de Juan II, los mazos de granadas de Enrique IV con el lema Agriodulce es reinar (por cierto que el único ejemplar que conozco de las armerías enriqueñas con la divisa completa adorna la puerta principal del castillo de Cuéllar), el yugo de Fernando el Católico, las nueve flechas de Isabel I, o las columnas de Hércules del César Carlos. También la más alta nobleza las usó en este periodo: el II Duque del Infantado traía unas tolvas de molino con el lema A amigos y a enemigos, dalles (como se ve en su palacio de Guadalajara); el II Duque de Alburquerque usaba tres maderos trincados (hay azulejos con ella en Santa Clara de Cuéllar); el II Marqués de Villena, tres cardos (que se ven en la fachada del Monasterio del Parral, y en la Villa de Ayllón); el Marqués de Moya tenía varias, las más conocida las de los badiles cruzados con el lema Que si me dieron, diles (en la fachada de su palacio segoviano); finalmente, el Condestable Duque de Frías traía un sol radiante en cuyo centro figura el anagrama de Cristo (en la capilla de la catedral burgalesa). Incluso las señoras las usaron, así la Marquesa de Moya con sus arracadas o pendientes. Al alcanzar el siglo XVI su mitad, esta moda heráldica había desaparecido casi totalmente.
Finalmente, y obedeciendo a las corrientes llegadas de Europa (Flandes e Italia sobre todo), aparecieron en la heráldica española nuevas formas del campo del escudo, más o menos caprichosas. Mientras que los escudos medievales castellanos eran casi siempre cuadrilongos, con la punta redondeada o apuntada, veremos desde ahora escudos de formas más caprichosas, siguiendo los cánones de los estilos gótico-flamígero (de influencia borgoñona) o renacentista (de influencia italiana). Ejemplo de la primera influencia son los escudos inclinados, pendientes de su tiracol (catedral de Burgos, capilla del Condestable; casa de las Conchas en Salamanca; torre de los Lujanes en Madrid);
de la segunda tendencia, triunfante a la postre, los numerosísimos escudos colocados en el centro de una láurea vegetal circular (Cogolludo, palacio de los Duques de Medinaceli; Segovia, casa de los del Campo), o los escudos en forma de testa di cavallo, que aparecen hacia el 1500 (casa de las Conchas, Salamanca) y alcanzan su mayor esplendor hacia 1550 (palacio de Monterrey, Salamanca, del 1539).
Su paradigma es una magnífica labra de alabastro con las armas del Papa Julio II, en el exterior de la catedral del Burgo de Osma. Pero los ejemplos son innumerables.
Capítulo aparte merecen las divisas, ornamentos exteriores del escudo que, difundidos sólo entre la realeza y los grandes desde mediados del XV, tuvieron uso durante cien años escasos. Formados idealmente por cuerpo (emblema) y alma (lema), constituían un símbolo paraheráldico, personal y no hereditario, que frecuentemente acompañaba al escudo de armas familiar y a veces incluso le sustituía. Entre las más conocidas y famosas, recordemos la banda o la escama de Juan II, los mazos de granadas de Enrique IV con el lema Agriodulce es reinar (por cierto que el único ejemplar que conozco de las armerías enriqueñas con la divisa completa adorna la puerta principal del castillo de Cuéllar), el yugo de Fernando el Católico, las nueve flechas de Isabel I, o las columnas de Hércules del César Carlos. También la más alta nobleza las usó en este periodo: el II Duque del Infantado traía unas tolvas de molino con el lema A amigos y a enemigos, dalles (como se ve en su palacio de Guadalajara); el II Duque de Alburquerque usaba tres maderos trincados (hay azulejos con ella en Santa Clara de Cuéllar); el II Marqués de Villena, tres cardos (que se ven en la fachada del Monasterio del Parral, y en la Villa de Ayllón); el Marqués de Moya tenía varias, las más conocida las de los badiles cruzados con el lema Que si me dieron, diles (en la fachada de su palacio segoviano); finalmente, el Condestable Duque de Frías traía un sol radiante en cuyo centro figura el anagrama de Cristo (en la capilla de la catedral burgalesa). Incluso las señoras las usaron, así la Marquesa de Moya con sus arracadas o pendientes. Al alcanzar el siglo XVI su mitad, esta moda heráldica había desaparecido casi totalmente.
Finalmente, y obedeciendo a las corrientes llegadas de Europa (Flandes e Italia sobre todo), aparecieron en la heráldica española nuevas formas del campo del escudo, más o menos caprichosas. Mientras que los escudos medievales castellanos eran casi siempre cuadrilongos, con la punta redondeada o apuntada, veremos desde ahora escudos de formas más caprichosas, siguiendo los cánones de los estilos gótico-flamígero (de influencia borgoñona) o renacentista (de influencia italiana). Ejemplo de la primera influencia son los escudos inclinados, pendientes de su tiracol (catedral de Burgos, capilla del Condestable; casa de las Conchas en Salamanca; torre de los Lujanes en Madrid);
de la segunda tendencia, triunfante a la postre, los numerosísimos escudos colocados en el centro de una láurea vegetal circular (Cogolludo, palacio de los Duques de Medinaceli; Segovia, casa de los del Campo), o los escudos en forma de testa di cavallo, que aparecen hacia el 1500 (casa de las Conchas, Salamanca) y alcanzan su mayor esplendor hacia 1550 (palacio de Monterrey, Salamanca, del 1539).
Su paradigma es una magnífica labra de alabastro con las armas del Papa Julio II, en el exterior de la catedral del Burgo de Osma. Pero los ejemplos son innumerables.
Y ahora veamos las novedades en cuanto a los aspectos legales de los nuevos usos heráldicos. Porque la enorme difusión social que alcanza la heráldica en Castilla provoca algunos abusos y malos usos que la Corona intentó reprimir o regular, aunque muy tímidamente. A este respecto, he de señalar que durante el periodo expuesto la legislación heráldica es casi inexistente, ya que tan solo se promulgó una real cédula de 1480 (inclusa luego en la Novísima Recopilación, libro VI, título I, ley 1, XV), que prohibió a los vasallos traer y usar la corona y las Armas Reales enteras ni por orla ni de otra manera, salvo por expresa concesión regia. Ya hacia 1580, una nueva disposición de Felipe II reservó el uso de coroneles a quienes tuvieran título de duque, conde o marqués.
Es también en esta época cuando se difunden los primeros tratados heráldicos castellanos, alguno impreso, como el Blasón General y Nobleza del Universo, de Pedro de Gratia Dei y el Nobiliario Vero, de Ferrán Mexía, pero los más manuscritos, como los de mosén Diego de Valera, Diego Fernández de Mendoza, Garci Alonso de Torres y algunos otros, de los que corrieron muchas copias manuscritas a lo largo y ancho de todo el reino. Ello llevó el conocimiento de la teoría heráldica a todas las personas cultas de la época.
La labor de los heraldos y reyes de armas se vió muy potenciada en este periodo que corrió entre 1480 y 1560. Enseguida trataré de ellos por menor, adelantado ahora sólo que en Castilla ya había oficiales de armas desde el siglo XIV (nombrados Castilla rey de armas, los heraldos Banda, Escama, Granada, y otros), pero su papel heráldico era muy secundario en la Corte (actuaban más bien como correos y mensajeros). Fue el César Carlos quien otorgó muchas nuevas armerías directamente y manu propria (aunque muy bien asesorado por sus oficiales de armas): recordemos los numerosísimos casos de concesiones carolinas a las nuevas ciudades americanas, heráldicamente muy bellas, o a favor de alguno de los conquistadores, fundadores o pobladores de aquellas vastas regiones, en las cuales de plasman las peculiaridades de la heráldica indiana. También conocemos concesiones a capitanes castellanos: por ejemplo las armas dadas al capitán Francisco de Cáceres en 17 de octubre de 1531, por sus servicios en las guerras de las Comunidades y de Navarra, Italia y Alemania. Ocasionalmente, los gobernadores americanos de la primera hora concedieron por sí mismos nuevas armerías a sus más destacados capitanes (aunque siempre en nombre del Rey); así, las concedidas por Francisco Pizarro al capitán Andrés Contero, descubridor del Mar del Sur, por capturar personalmente al Inca Atahualpa en 1532.
Es también en esta época cuando se difunden los primeros tratados heráldicos castellanos, alguno impreso, como el Blasón General y Nobleza del Universo, de Pedro de Gratia Dei y el Nobiliario Vero, de Ferrán Mexía, pero los más manuscritos, como los de mosén Diego de Valera, Diego Fernández de Mendoza, Garci Alonso de Torres y algunos otros, de los que corrieron muchas copias manuscritas a lo largo y ancho de todo el reino. Ello llevó el conocimiento de la teoría heráldica a todas las personas cultas de la época.
La labor de los heraldos y reyes de armas se vió muy potenciada en este periodo que corrió entre 1480 y 1560. Enseguida trataré de ellos por menor, adelantado ahora sólo que en Castilla ya había oficiales de armas desde el siglo XIV (nombrados Castilla rey de armas, los heraldos Banda, Escama, Granada, y otros), pero su papel heráldico era muy secundario en la Corte (actuaban más bien como correos y mensajeros). Fue el César Carlos quien otorgó muchas nuevas armerías directamente y manu propria (aunque muy bien asesorado por sus oficiales de armas): recordemos los numerosísimos casos de concesiones carolinas a las nuevas ciudades americanas, heráldicamente muy bellas, o a favor de alguno de los conquistadores, fundadores o pobladores de aquellas vastas regiones, en las cuales de plasman las peculiaridades de la heráldica indiana. También conocemos concesiones a capitanes castellanos: por ejemplo las armas dadas al capitán Francisco de Cáceres en 17 de octubre de 1531, por sus servicios en las guerras de las Comunidades y de Navarra, Italia y Alemania. Ocasionalmente, los gobernadores americanos de la primera hora concedieron por sí mismos nuevas armerías a sus más destacados capitanes (aunque siempre en nombre del Rey); así, las concedidas por Francisco Pizarro al capitán Andrés Contero, descubridor del Mar del Sur, por capturar personalmente al Inca Atahualpa en 1532.
En conclusión, el periodo de tiempo que transcurre entre los años 1480 y 1550 es uno de los más importantes para la heráldica castellana, por la trascendencia que en ella han tenido los cambios y novedades ocurridos durante el mismo. La nueva mentalidad renacentista, el mundo europeo y el americano, los profundos cambios sociales en fin, provocaron cambios en los usos heráldicos, de los cuales algunos fueron efímeros o pasajeros (divisas, tamaño y forma del escudo), pero otros arraigaron fuertemente en el sentir heráldico castellano (cuartelados, yelmos y lambrequines, insignias de las órdenes militares, certificaciones de armas). Esta misma heráldica, tal y como se ha expuesto, es la que pasa sin apenas cambios al Nuevo Mundo, en donde vivificó.