Al hilo de una reciente entrada en la que se hacía recuerdo de la recepción de la última revista trimestral Cuadernos de Ayala, hoy se desea llamar su atención, improbable lector, sobre la aparición de un nuevo número de la publicación.
Ha sido el propio III marqués de la Floresta, responsable de Cuadernos, quien ha tenido la gentileza de remitir al correo asociado a este tedioso blog, el editorial que lo encabeza y cuyo texto íntegro da continuación a estos párrafos.
Ha sido el propio III marqués de la Floresta, responsable de Cuadernos, quien ha tenido la gentileza de remitir al correo asociado a este tedioso blog, el editorial que lo encabeza y cuyo texto íntegro da continuación a estos párrafos.
LA MULTIPLICACIÓN DE DISTINCIONES PÚBLICAS INCONSTITUCIONALES
(Y DE OTRAS ÓRDENES Y CORPORACIONES PSEUDONOBILIARIAS)
(Y DE OTRAS ÓRDENES Y CORPORACIONES PSEUDONOBILIARIAS)
Allá por el mes de noviembre de 1984 publicaba yo un artículo en La Luna de Madrid (la revista de la Movida), con el expresivo título Las Órdenes falsas de Caballería (tenga Vd su propia Orden). En aquellas líneas denunciaba la proliferación de falsas Órdenes -falsas en cuanto que se hacían pasar por lo que no eran: nobiliarias o caballerescas-. No eran entonces numerosas, ni socialmente pujantes. Pero el transcurso de estos veinticinco años ha llevado ese fenómeno de las Órdenes pseudocaballerescas hasta unos límites insospechables en 1984: hoy son muchas más esa clase de entidades pseudotemplarias, pseudomaltesas, pseudoconstantinianas y demás de índole sospechosa, y además campan por sus respetos en medio de la indiferencia general de la nobleza y de la sociedad.
Y lo que es peor: de la indiferencia intolerable de la Fiscalía, que en ciertos casos debería de haber actuado sin dilación: pululan por ahí tres ciudadanos españoles (don Rafael Andújar Vilches, don Javier Chordá Ruiz y don Alberto García Alonso) que reparten cruces de una sedicente Real Orden Militar de San Carlos, a razón de 2.000 euros con capa y chapas incluidas, cuyas insignias son exactamente las mismas que las de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, segunda en importancia de las Órdenes españolas. Se cobijan bajo una Archiconfraternitat de San Carlos, asociación civil registrada por la Generalidad de Cataluña, con domicilio en la calle Londres 90 (4º,2ª), de Barcelona. El capítulo que celebraron en Amalfi (Nápoles, Italia) en septiembre último, fue estupendo.
Por otra parte, es muy cierto que la Constitución Española de 1978, en su artículo 62f, reserva expresamente a Su Majestad el Rey la facultad de conceder honores y distinciones con arreglo a las leyes.
Pero no menos cierto que el proceso de degeneración política que ha cursado en los últimos años el régimen monárquico surgido tras la muerte de Franco ha dado como uno de sus resultados que nadie haga el más mínimo caso de tal disposición de rango constitucional. Desde las Comunidades Autónomas (que se han inventado sus propios sistemas premiales, a todas luces poco acordes con la Constitución), hasta el más pequeño Ayuntamiento, toda entidad pública que se precie discierne medallas y cruces, algunas quizá acreditadas socialmente -la Creu de Sant Jordi catalana-, otras bien feas -la Orden del Dos de Mayo madrileña-, y otras a todas luces poco respetuosas con el sistema premial del Estado -así, la Cruz de Carlos III el Noble, de la comunidad foral de Navarra, que produce confusión con la otrora prestigiosa Real y Distinguida Orden de Carlos III-.
A agravar este fenómeno ha venido el paralelo de degradación y descrédito de las verdaderas Órdenes y condecoraciones del Reino. Porque casi todas -por no decir que todas- se vienen distribuyendo al arbitrio no ya del Rey o del propio Gobierno, sino de cualquier jerarca de segunda o de tercera fila. Así, por ejemplo, las cruces de la Orden de San Raimundo de Peñafort no las reparte ni siquiera el Ministro, sino la señora subsecretaria del Ministerio de Justicia; y la Real Orden del Mérito Deportivo, el secretario de Estado del Deporte. Ya es habitual que la prensa refleje la concesión afirmando que “el Ministerio ha concedido...”, “el secretario de Estado ha otorgado...”, silenciando siempre el nombre de Su Majestad. Algunas veces, en sus diplomas ni siquiera figura el nombre del Rey -caso de la aludida Raimunda-.
Todo esto produce en cualquier jurista, en cualquier patriota, y, en fin, en cualquier persona de criterio, la natural pena y una cierta melancolía.Y en las Órdenes y Corporaciones nobiliarias y caballerescas está sucediendo otro tanto, a causa de la degeneración que sufre el colectivo nobiliario, y que ha provocado un curioso fenómeno social: la verdadera nobleza, la antigua, la histórica Nobleza española -o sea, los Grandes y Títulos-, retraída y dedicada a otros menesteres, mientras que simultáneamente sus añejas instituciones corporativas van siendo okupadas por bandadas de hidalgos venidos a más en la última generación -y, lo que es peor, por advenedizos- que las manejan a su antojo. Y de ahí a abrir el acceso a estas entidades a sus amiguetes y paniaguados, no hay más que un paso. Que en algunas corporaciones ya se está dando, y aceleradamente. Así, la Orden de Malta (con su prueba inglesa, ilegal en España), así la Real Maestranza de Caballería de Ronda (con tantos maestrantes pseudoennoblecidos por voluntad soberana de su actual teniente de hermano mayor), así el Real Cuerpo de la Nobleza de Madrid (a punto de convertirse en la Asociación de Hidalgos bis bajo la égida de su nefasto presidente, aparente protector de enemigos de la Familia Real).
Por eso no somos pocos los que nos preguntamos si, en puridad, pueden considerarse nobiliarias estas entidades corruptas, que de facto se van convirtiendo en falsas. Falsas en cuanto a que sus pomposos nombres e historia no concuerdan con el hecho de que cada día que pasa sean menos nobiliarias o caballerescas, ya que un puñado de advenedizos se han inmiscuido en ellas y las han convertido en otra cosa, aunque conserven esos nombres y esas apariencias. Pero se trata, yo no tengo duda, de un proceso de falsificación histórica e institucional que avanza imparable. En pocos años no podrá decirse ya que una Orden o Corporación nobiliaria española sea auténtica.
Y no digamos de esas nuevas entidades autodenominadas nobiliarias que, sin ser falsas, tampoco son más que pseudonobiliarias. El paradigma es una entidad galaica que, sin contar en su seno con las grandes Casas de aquel reino sino tan solo con unos cuantos hidalgos de aldea, se autopostula como la genuina representación de la nobleza gallega. Últimamente su deriva ha ido a peor, puesto que nos llegan noticias alarmantes sobre la conducta de su preboste mayor, que habría dado un golpe de estado para deshacerse de más de la mitad de los miembros fundadores, que le estorbaban en su deseo de dominar la asociación. A más, ha hecho una modificación de estatutos, sin previo aviso y sin estar en el orden del día, y por supuesto sin cumplir con ninguno de los requisitos establecidos en sus estatutos fundacionales. El objetivo no es otro que convertir su asociación en una entidad más abierta (¿más abierta a los que no son nobles, a los amiguetes?), rebajando las pruebas de nobleza exigidas a los aspirantes a ingresar, y de paso triplicando la cuota de entrada (que de 300 euros ha pasado a ser de 900 euros). Sin embargo, la situación actual de la tesorería asociativa es crítica pues apenas quedan euros de los 18.000 que recaudaron como cuotas de entrada y se deben unos 5.000 euros por compra de insignias. Parece ser que el sujeto se ha dedicado a disponer libremente de dichos fondos en actos de representación y regalos suntuarios a sus amigos; se ha negado a hacer elecciones según se preveía en los estatutos, y ha convertido su cargo provisional de preboste, acordado hasta las próximas elecciones que tenían que haberse celebrado en octubre pasado, y hasta va diciendo que será jefecillo por cuatro años más. En realidad, lo que ha hecho es abortar su propio proyecto, que se ha convertido en una más de esas órdenes de fantasía en las que ingresa cualquiera que esté dispuesto a pagar lo que le piden, aunque personalmente no tenga calidad nobiliaria alguna.
En fin: siempre me ha divertido mucho este fenómeno tan generalizado en esta clase de engendros pseudonobiliarios: las luchas y escisiones internas por el poder de la nada (porque nada son en la realidad), que desembocan en que una entidad falsa acabe acusando de falsedad a su propia escindida. Enternecedor.
En contraste, algunas pseudo-Órdenes, incluso las que son más bien falsas, funcionan mucho mejor. Por ejemplo, la asociación civil denominada Orden del Camino de Santiago, promovida por el senador don Miguel Pampín Rúa, su Gran Maestre y Presidente, y con sede en Melide (La Coruña). Ha celebrado el verano pasado su XIII Capítulo Anual en Santiago de Compostela, nada menos, con Misa del Peregrino y todo. Esta entidad hace las cosas muy bien, con solemnidad y con brillantez; y sus filas están bien nutridas de personalidades españolas y extranjeras. Lástima que en el camino haya usurpado la cruz-espada que sirve de insignia a la verdadera Orden Militar de Santiago -que, sumida en su inanidad y su pequeñez, no ha abierto la boca ni para protestar, mucho menos para acudir a los tribunales en defensa de sus derechos legítimos-. No sé cómo no se les cae la cara de vergüenza: ¿cómo justificarán ante sus sucesores el no haber sabido defender su patrimonio y sus derechos históricos?
Lo dicho: la verdadera nobleza, desentendida y ausente, pasota en fin, mientras los advenedizos le comen la merienda.
¿Tiene todo esto importancia alguna? Parece ser que, para el conjunto de la sociedad española, no la tiene. A nuestros conciudadanos les gusta el folklore, y les da igual que el gran maestre de turno sea un Infante o un Grande de España, que un alcalde de pueblo, mientras los mantos, los cordones y la pasamanería -el llorado Vicente de Cadenas dixit- se conserven y se usen en las fiestas de guardar. Y es que esto evidencia una realidad: que hoy en día ser Grande o Título ya no significa nada para el conjunto de la sociedad española.
Llegados a este punto, no me queda sino anunciar que yo también me he decidido a no ser menos que tanto alcalde de aldea, que tanto advenedizo y que tanto falsario, y por eso me subo al carro de estas vanidades y voy a violentar un poquito más el artículo 62f de la Constitución de 1978: en uso de las facultades legales que tenemos los Marqueses en estos reinos, yo también voy a crear una distinción -en este caso, no podrá ser más nobílica, a fuer de marquesal-, y la voy a discernir galana y generosamente, porque una medalla es como un cigarrillo: no se le niega a nadie, como decía el Rey de Italia. Yo creo que debe tener la forma institucional de las divisas bajomedievales pero con medalla y cinta, para que los agraciados por mi persona puedan colgársela del pescuezo.
Además, voy a nombrar en mi Casa un capellán, un heraldo y dos persevantes, a más de un paje de guión; mejor dicho, de bandera, que los Marqueses tenemos derecho a tremolar bandera cuando salimos a campaña.
Y, mientras redacto los decretos marquesales con la solemnidad que el caso requiere, abro concurso público de ideas para que quien quiera auxiliarme en este comprometido empeño, se sirva comunicarme sus ocurrencias al respecto del nombre de la nueva condecoración, el modelo de la medalla y cinta, y las normas ceremoniales atinentes a su discernimiento, a las solemnidades de su imposición, y a la forma de lucirla en las ocasiones y fiestas públicas.
Se lo agradeceré sobremanera, y les concederé algunas de las primeras medallas de mi Divisa.
Y lo que es peor: de la indiferencia intolerable de la Fiscalía, que en ciertos casos debería de haber actuado sin dilación: pululan por ahí tres ciudadanos españoles (don Rafael Andújar Vilches, don Javier Chordá Ruiz y don Alberto García Alonso) que reparten cruces de una sedicente Real Orden Militar de San Carlos, a razón de 2.000 euros con capa y chapas incluidas, cuyas insignias son exactamente las mismas que las de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, segunda en importancia de las Órdenes españolas. Se cobijan bajo una Archiconfraternitat de San Carlos, asociación civil registrada por la Generalidad de Cataluña, con domicilio en la calle Londres 90 (4º,2ª), de Barcelona. El capítulo que celebraron en Amalfi (Nápoles, Italia) en septiembre último, fue estupendo.
Por otra parte, es muy cierto que la Constitución Española de 1978, en su artículo 62f, reserva expresamente a Su Majestad el Rey la facultad de conceder honores y distinciones con arreglo a las leyes.
Pero no menos cierto que el proceso de degeneración política que ha cursado en los últimos años el régimen monárquico surgido tras la muerte de Franco ha dado como uno de sus resultados que nadie haga el más mínimo caso de tal disposición de rango constitucional. Desde las Comunidades Autónomas (que se han inventado sus propios sistemas premiales, a todas luces poco acordes con la Constitución), hasta el más pequeño Ayuntamiento, toda entidad pública que se precie discierne medallas y cruces, algunas quizá acreditadas socialmente -la Creu de Sant Jordi catalana-, otras bien feas -la Orden del Dos de Mayo madrileña-, y otras a todas luces poco respetuosas con el sistema premial del Estado -así, la Cruz de Carlos III el Noble, de la comunidad foral de Navarra, que produce confusión con la otrora prestigiosa Real y Distinguida Orden de Carlos III-.
A agravar este fenómeno ha venido el paralelo de degradación y descrédito de las verdaderas Órdenes y condecoraciones del Reino. Porque casi todas -por no decir que todas- se vienen distribuyendo al arbitrio no ya del Rey o del propio Gobierno, sino de cualquier jerarca de segunda o de tercera fila. Así, por ejemplo, las cruces de la Orden de San Raimundo de Peñafort no las reparte ni siquiera el Ministro, sino la señora subsecretaria del Ministerio de Justicia; y la Real Orden del Mérito Deportivo, el secretario de Estado del Deporte. Ya es habitual que la prensa refleje la concesión afirmando que “el Ministerio ha concedido...”, “el secretario de Estado ha otorgado...”, silenciando siempre el nombre de Su Majestad. Algunas veces, en sus diplomas ni siquiera figura el nombre del Rey -caso de la aludida Raimunda-.
Todo esto produce en cualquier jurista, en cualquier patriota, y, en fin, en cualquier persona de criterio, la natural pena y una cierta melancolía.Y en las Órdenes y Corporaciones nobiliarias y caballerescas está sucediendo otro tanto, a causa de la degeneración que sufre el colectivo nobiliario, y que ha provocado un curioso fenómeno social: la verdadera nobleza, la antigua, la histórica Nobleza española -o sea, los Grandes y Títulos-, retraída y dedicada a otros menesteres, mientras que simultáneamente sus añejas instituciones corporativas van siendo okupadas por bandadas de hidalgos venidos a más en la última generación -y, lo que es peor, por advenedizos- que las manejan a su antojo. Y de ahí a abrir el acceso a estas entidades a sus amiguetes y paniaguados, no hay más que un paso. Que en algunas corporaciones ya se está dando, y aceleradamente. Así, la Orden de Malta (con su prueba inglesa, ilegal en España), así la Real Maestranza de Caballería de Ronda (con tantos maestrantes pseudoennoblecidos por voluntad soberana de su actual teniente de hermano mayor), así el Real Cuerpo de la Nobleza de Madrid (a punto de convertirse en la Asociación de Hidalgos bis bajo la égida de su nefasto presidente, aparente protector de enemigos de la Familia Real).
Por eso no somos pocos los que nos preguntamos si, en puridad, pueden considerarse nobiliarias estas entidades corruptas, que de facto se van convirtiendo en falsas. Falsas en cuanto a que sus pomposos nombres e historia no concuerdan con el hecho de que cada día que pasa sean menos nobiliarias o caballerescas, ya que un puñado de advenedizos se han inmiscuido en ellas y las han convertido en otra cosa, aunque conserven esos nombres y esas apariencias. Pero se trata, yo no tengo duda, de un proceso de falsificación histórica e institucional que avanza imparable. En pocos años no podrá decirse ya que una Orden o Corporación nobiliaria española sea auténtica.
Y no digamos de esas nuevas entidades autodenominadas nobiliarias que, sin ser falsas, tampoco son más que pseudonobiliarias. El paradigma es una entidad galaica que, sin contar en su seno con las grandes Casas de aquel reino sino tan solo con unos cuantos hidalgos de aldea, se autopostula como la genuina representación de la nobleza gallega. Últimamente su deriva ha ido a peor, puesto que nos llegan noticias alarmantes sobre la conducta de su preboste mayor, que habría dado un golpe de estado para deshacerse de más de la mitad de los miembros fundadores, que le estorbaban en su deseo de dominar la asociación. A más, ha hecho una modificación de estatutos, sin previo aviso y sin estar en el orden del día, y por supuesto sin cumplir con ninguno de los requisitos establecidos en sus estatutos fundacionales. El objetivo no es otro que convertir su asociación en una entidad más abierta (¿más abierta a los que no son nobles, a los amiguetes?), rebajando las pruebas de nobleza exigidas a los aspirantes a ingresar, y de paso triplicando la cuota de entrada (que de 300 euros ha pasado a ser de 900 euros). Sin embargo, la situación actual de la tesorería asociativa es crítica pues apenas quedan euros de los 18.000 que recaudaron como cuotas de entrada y se deben unos 5.000 euros por compra de insignias. Parece ser que el sujeto se ha dedicado a disponer libremente de dichos fondos en actos de representación y regalos suntuarios a sus amigos; se ha negado a hacer elecciones según se preveía en los estatutos, y ha convertido su cargo provisional de preboste, acordado hasta las próximas elecciones que tenían que haberse celebrado en octubre pasado, y hasta va diciendo que será jefecillo por cuatro años más. En realidad, lo que ha hecho es abortar su propio proyecto, que se ha convertido en una más de esas órdenes de fantasía en las que ingresa cualquiera que esté dispuesto a pagar lo que le piden, aunque personalmente no tenga calidad nobiliaria alguna.
En fin: siempre me ha divertido mucho este fenómeno tan generalizado en esta clase de engendros pseudonobiliarios: las luchas y escisiones internas por el poder de la nada (porque nada son en la realidad), que desembocan en que una entidad falsa acabe acusando de falsedad a su propia escindida. Enternecedor.
En contraste, algunas pseudo-Órdenes, incluso las que son más bien falsas, funcionan mucho mejor. Por ejemplo, la asociación civil denominada Orden del Camino de Santiago, promovida por el senador don Miguel Pampín Rúa, su Gran Maestre y Presidente, y con sede en Melide (La Coruña). Ha celebrado el verano pasado su XIII Capítulo Anual en Santiago de Compostela, nada menos, con Misa del Peregrino y todo. Esta entidad hace las cosas muy bien, con solemnidad y con brillantez; y sus filas están bien nutridas de personalidades españolas y extranjeras. Lástima que en el camino haya usurpado la cruz-espada que sirve de insignia a la verdadera Orden Militar de Santiago -que, sumida en su inanidad y su pequeñez, no ha abierto la boca ni para protestar, mucho menos para acudir a los tribunales en defensa de sus derechos legítimos-. No sé cómo no se les cae la cara de vergüenza: ¿cómo justificarán ante sus sucesores el no haber sabido defender su patrimonio y sus derechos históricos?
Lo dicho: la verdadera nobleza, desentendida y ausente, pasota en fin, mientras los advenedizos le comen la merienda.
¿Tiene todo esto importancia alguna? Parece ser que, para el conjunto de la sociedad española, no la tiene. A nuestros conciudadanos les gusta el folklore, y les da igual que el gran maestre de turno sea un Infante o un Grande de España, que un alcalde de pueblo, mientras los mantos, los cordones y la pasamanería -el llorado Vicente de Cadenas dixit- se conserven y se usen en las fiestas de guardar. Y es que esto evidencia una realidad: que hoy en día ser Grande o Título ya no significa nada para el conjunto de la sociedad española.
Llegados a este punto, no me queda sino anunciar que yo también me he decidido a no ser menos que tanto alcalde de aldea, que tanto advenedizo y que tanto falsario, y por eso me subo al carro de estas vanidades y voy a violentar un poquito más el artículo 62f de la Constitución de 1978: en uso de las facultades legales que tenemos los Marqueses en estos reinos, yo también voy a crear una distinción -en este caso, no podrá ser más nobílica, a fuer de marquesal-, y la voy a discernir galana y generosamente, porque una medalla es como un cigarrillo: no se le niega a nadie, como decía el Rey de Italia. Yo creo que debe tener la forma institucional de las divisas bajomedievales pero con medalla y cinta, para que los agraciados por mi persona puedan colgársela del pescuezo.
Además, voy a nombrar en mi Casa un capellán, un heraldo y dos persevantes, a más de un paje de guión; mejor dicho, de bandera, que los Marqueses tenemos derecho a tremolar bandera cuando salimos a campaña.
Y, mientras redacto los decretos marquesales con la solemnidad que el caso requiere, abro concurso público de ideas para que quien quiera auxiliarme en este comprometido empeño, se sirva comunicarme sus ocurrencias al respecto del nombre de la nueva condecoración, el modelo de la medalla y cinta, y las normas ceremoniales atinentes a su discernimiento, a las solemnidades de su imposición, y a la forma de lucirla en las ocasiones y fiestas públicas.
Se lo agradeceré sobremanera, y les concederé algunas de las primeras medallas de mi Divisa.
EL MARQUÉS DE LA FLORESTA