Todos gente bien, educados. La totalidad, excepto quien suscribe, ha triunfado profesionalmente, bueno, al menos hasta que esta crisis ha hecho tambalearse los cimientos de la civilización occidental. Varias parejas del grupo consolidaron su relación y hoy son matrimonios bien avenidos, entre los que me cuento.
Una tarde del final del verano. Quedamos en un lugar de la urbanización. Van llegando los coches y nos vamos saludando. Aparece la hermana de uno de los habituales, algo mayor, a la que hacía tiempo que no veíamos. Saludos. Comienza a preguntar a unos y a otros qué tal les va. Al llegar a mí me dispara: -¡Caramba, cómo has engordado! Pero si pesas el doble que el año pasado. Perdona que te lo diga así. Ya sabes, yo soy muy sincera.- Mi respuesta fue concluyente: -Y muy impertinente también.- No recuerdo haber vuelto a hablar con ella. Ni quiero.
A mí, igual que a usted, improbable lector, nos enseñaron nuestros padres que si no había algo agradable que decir, lo más sensato era no hablar. La realidad, hablo de un entorno social medianamente educado, demuestra que incluso es preferible mentir recurriendo al socorrido ¡que joven estás! que todos hemos practicado alguna vez, a pesar de pensar lo contrario, frente a la sinceridad que supone insultar a un conocido recordándole lo mucho que ha envejecido.
Y es que en general, en el trato humano, la sinceridad es una impertinencia.
El texto anterior, un exabrupto a fin de cuentas, no tiene más justificación que incluir el escudo de la urbanización de la sierra de Madrid en la que pasé mis años de juventud. El escudo de La Berzosa.