lunes, 9 de abril de 2012

LA NOBLEZA YA NO DEBE SUCEDERSE

Cuentan, y debe de ser verdad, que unos días después de ser creado grande de España, el general Espartero, en el marco del palacio real de Madrid, recibió la felicitación de otro grande, un duque de familia muy antigua: “enhorabuena mi general, ya es como nosotros”. Espartero, que mantuvo siempre una claridad de ideas sobresaliente, le respondió airado: “No, señor duque no, ya soy igual que su antepasado, el que consiguió su titulo, no tengo nada que ver con usted”.
Si es cierto, como apuntan algunas entrevistas recientes, que la idea que tiene de sí misma la nobleza es la de estar por encima del común de los conciudadanos, los plebeyos según una expresión desaparecida del ámbito jurídico a principios del siglo XIX; si creen los nobles titulados que su condición es superior en alguna medida al resto de españoles por el hecho de que un antepasado fuera merecidamente premiado por su esfuerzo en favor de España; si creen que aún mantienen algún privilegio, por leve que sea, frente al resto de la ciudadanía; si, en el siglo XXI, todavía se consideran, en definitiva, los custodios de alguna clase de valores, o de actitudes, que el resto de españoles no son capaces de poseer, creo, creo de verdad, que ha llegado el momento de hacer que la nobleza titulada, salvo en el entorno de la real familia, no sea transmisible. Si es cierto lo expuesto, es preferible que la nobleza no se suceda.
Desde que la revolución francesa pusiera fin al miedo y al atropello como base de las relaciones sociales en sentido vertical; desde que la nobleza fuera desposeída de otro valor que no fuera el reconocimiento histórico; y desde que la ciudadanía en su conjunto advirtió que del esfuerzo colectivo dependía el progreso social, la nobleza en una sociedad democrática tiene sentido únicamente como premio otorgado en reconocimiento a las excepcionales virtudes de algún ciudadano.
Redundo en la idea para concluir esta reflexión. Quizá en España se haya alcanzado ya el estadio evolutivo social en el que los títulos nobiliarios, como elegante forma arcaica de premio social, deban únicamente ser poseídos por quienes contraigan los méritos suficientes para hacerse acreedores de esa merced. Pero no por sus sucesores.