lunes, 9 de mayo de 2011

MANTOS II


LOS MANTOS EN LA HERÁLDICA ESPAÑOLA

Dr. Alfonso de Ceballos-Escalera y Gila,

VIII Vizconde de Ayala
III Marqués de La Floresta
Cronista de armas de Castilla y León
CAPÍTULO SEGUNDO

Los testimonios literarios son menos frecuentes -la búsqueda en esas fuentes escritas está aún por hacer-, pero de interés: precisamente cuando este Don Juan I de Castilla hizo Príncipe de Asturias en 1388 a su hijo primogénito y heredero Don Enrique, como símbolos o insignias de su nueva dignidad le envió un sitial, un manto de púrpura, un sombrero y un bastón de oro. (Pedro SALAZAR DE MENDOZA, Origen de las dignidades seglares de Castilla y León (1618, impreso en Madrid, 1794), págs. 334-335. Percy Ernst SCHRAMM, op. cit., III, pág. 1028. Santos M. CORONAS GONZÁLEZ, Evolución institucional del Principado de Asturias, en La figura del Príncipe de Asturias en la Corona de España (Madrid, 1998), pág. 72. Sobre el mismo asunto, Manuel María RODRÍGUEZ DE MARIBONA DÁVILA, Los Herederos de la Corona Española. Historia de los Príncipes de Asturias (Madrid, 1996)). También sabemos que, cuando Fernando el Católico hizo su entrada triunfal en Nápoles, en 1505, vestía un largo manto de terciopelo carmesí. (Marqués de LOZOYA, Los orígenes del Imperio. La España de Fernando y de Isabel (Madrid, 1939), pág. 73).

Finalmente, contamos también con dos valiosos testimonios monumentales: los restos del manto ceremonial de Fernando III el Santo (1201-1252), aparecido en su sepulcro de la catedral sevillana (Se conserva hoy en Madrid, Palacio Real, Real Armería);
y en la capa pluvial del Infante Don Sancho de Aragón, arzobispo de Toledo entre 1266 y 1275, que por sus emblemas procede sin duda de un manto ceremonial, quizá perteneciente a Alfonso X y a su esposa Violante de Aragón -hermana por cierto del prelado toledano-. (Toledo, Cabildo de la Santa Iglesia Catedral Primada).
Notemos que en ambos casos se trata de mantos armoriados, lo que añade un nuevo interés al manto considerado como elemento simbólico, que no es ya solamente un ornamento paraheráldico, sino también un soporte heráldico, lo que supone un doble valor emblemático y simbólico.

Con posterioridad a la Edad Media, y aunque parece que el uso del manto como vestidura regia cotidiana decayó absolutamente en las Españas, sobre todo durante el periodo de la Casa de Austria, también es un hecho cierto que la representación iconográfica de los monarcas españoles de la Edad Moderna incluyó con mucha frecuencia ese manto ceremonial -seguramente porque los artistas seguían pautas iconográficas y simbólicas extranjeras-, y que esta costumbre se acentuó mucho a partir del advenimiento al trono de la Casa de Borbón. Ello nos indica que el manto, si bien no alcanzó jamás en la España post-medieval, de una manera oficial, la condición de insignia de poder, sí la tuvo en el acervo popular, y así la imagen del Rey de España se vinculará, entre otros símbolos como la corona y el cetro, al del manto de púrpura, forrado de pieles de armiño. El manto regio español, a partir del siglo XVIII, se describe como de terciopelo rojo, sembrado de castillos, leones y flores de lis bordadas, rematado de flecos y bordados de oro, y forrado de pieles de armiño.

A partir de ese siglo XVIII, y sobre todo durante el siglo XIX, el iter del manto como mueble y como símbolo se invertirá: el manto heráldico cuyo uso se extiende por moda, que traía su origen en el manto de ceremonia bajomedieval, dará origen a un nuevo manto ceremonial que tuvo existencia real y material: a partir del reinado de Don Felipe V aparece en los retratos regios ese manto sembrado de castillos, leones y lises ( Museo del Prado, La familia de Felipe V (detalle), por Michel Van Loo),
y hay testimonios de su existencia en tiempos de Don Carlos III (Museo del Prado, retrato de Carlos III con armadura, por Antonio Rafael Mengs), de Don Carlos IV (Museo del Prado, retrato de Carlos III con armadura, por Antonio Rafael Mengs) y de Don Fernando VII.
El Intruso se retrata en 1808 con un espléndido manto de terciopelo azul, sembrado de castillos y leones azul bordados en oro, y forrado de armiños (En su más célebre retrato, realizado por el barón François Gérard, hoy conservado en el Museo Napoleón I, en el Palacio de Fontainebleau).
De terciopelo rojo y sembrado de castillos y leones lo lucirá Doña Isabel II durante el siglo XIX,

y su hijo y heredero Don Alfonso XII.
Más tarde usará otro muy similar -añadiendo flores de lis a los castillos y leones- la Reina Doña Victoria Eugenia, consorte de Don Alfonso XIII, durante el siglo XX.
Esta última vestidura regia se conserva original en el Palacio Real de Aranjuez. 
En el terreno de los emblemas heráldicos regios, el pabellón y el manto de púrpura figuran ya en representaciones no oficiales, a la Moreau, de las Armas Reales españolas, como la que inserta el Marqués de Avilés en su divulgadísima obra publicada en 1780, y muy influida por los tratadistas franceses de la época (Marqués de AVILÉS, Ciencia Heroyca reducida a las leyes heráldicas del Blasón (Madrid, 1780), II, págs. 81-82, 155-157. Esta representación tendrá, a pesar de no ser oficial, una gran difusión a los largo de los siglos XVIII y XIX.),
copiada enseguida para ilustrar el árbol genealógico de los Reyes Don Carlos IV y Doña María Luisa de Parma (Zaragoza, colección F. García-Mercadal).
Pero el manto sólo alcanzará la categoría oficial de ornamento exterior de las Armas Reales desde las postrimerías del reinado de Doña Isabel II, pasando por los de Don Amadeo I y Don Alfonso XII, hasta la minoridad de Don Alfonso XIII: sólo entonces cubrirá las Armas Reales, tal y como nos muestran los sellos y las piezas numismáticas de la época, y más en particular las monedas de oro y plata de valor superior. De estas hemos de citar las isabelinas de plata de 20 reales acuñada desde 1865, y las isabelinas de oro de 40, 80 y 100 reales acuñadas desde 1863-1865; las de oro de 100 pesetas del Gobierno Provisional, acuñadas en 1870; las amadeístas de oro de 25 y 100 pesetas, acuñadas en 1871; las alfonsinas de oro de 10 y 25 pesetas, acuñadas desde 1876 a 1885; y por fin las de oro de 20 pesetas, acuñadas entre 1889 y 1904. Estas últimas, que circularon profusamente hasta bien entrado el siglo XX, fueron las últimas piezas cuyo reverso mostraba las Armas Reales bajo el manto. (Juan R. CAYÓN y Carlos CASTÁN, Monedas españolas desde los Visigodos al Quinto Centenario del Descubrimiento de América (Madrid, 1991), págs. 868-899).
Ornamentos paraheráldicos distintos al manto son el pabellón -remedo simbólico de la antigua tienda de campaña militar-, y el mantelete -pequeña pieza de tela, frecuentemente armoriada, que cubría la parte trasera del yelmo caballeresco, hasta alcanzar los hombros-. Respecto del primero, su uso en la Castilla bajomedieval fue infrecuente -se usaba más bien el estrado bajo dosel, a veces armoriado, para delimitar el espacio regio-, (Álvaro FERNÁNDEZ DE CÓRDOBA MIRALLES, op. cit., págs. 235-236) pero no era desconocido del todo: bajo un pabellón aparece representada la Reina Católica en el Devocionario de Pedro de Marcuello.
Y el uso del mantelete está también comprobado: los yelmos respectivos del Rey Don Enrique II y su hijo el Infante Don Juan, ornados de sendos manteletes decorados con un cuartelado de Castilla y León, aparecen a los pies de las efigies de ambos príncipes en el conocido lienzo de la Virgen de la Leche, pintado hacia 1375 (Madrid, colección Várez Fisa. Procede de la iglesia parroquial de Tobed (Zaragoza)).
Algo posterior es el mantelete que adorna el yelmo y armerías de Mendoza en la fachada del vallisoletano Colegio Mayor de Santa Cruz, obra del Cardenal Mendoza datada en 1491 (Salvador ANDRÉS ORDAX, El Cardenal Mendoza y su Colegio Santa Cruz, en “El Cardenal y Santa Cruz. V Centenario del Cardenal Mendoza (†1495), fundador del Colegio de Santa Cruz” (Valladolid, 1995), págs. 16-17).
Pero volvamos ya al objeto de nuestro estudio, que no es otro que el del manto paraheráldico que adorna multitud de armerías hispanas en época ya tardía. La atenta observación de las armerías utilizadas por personajes de la más encumbrada nobleza civil y militar de los siglos XVIII y XIX nos permite conocer con cierta precisión el origen del uso heráldico que estamos glosando, que según el reputado heraldista Roger Harmignies (En su inédito estudio Oú est passée la troisième dimension dans l’art héraldique?, que ha tenido la amabilidad de comunicarnos) parece haber nacido en la Francia de Luis XIII, cuando Philippe Moreau, en su Tableau des armoiries de France (1609), representó las armas del Rey Cristianísimo partiendo de la base del gran sello de majestad, en el que figuraba la efigie del Rey bajo un pabellón, pero sustituyendo esa efigie personal por su representación simbólica, el regio escudo de armas, que quedaba así cubierto por ese manto. Desde entonces, no fueron pocas las familias de la primera nobleza francesa que, por imitación, comenzaron a usar del manto en sus armerías; de ellas pasaría por imitación al Imperio, y a los Estados de Italia.

Ese mismo estudio nos permite establecer y distinguir con claridad los distintos mantos utilizado por la Nobleza española durante los siglos XVIII y XIX, y que entonces eran nada menos que de diez clases diferentes: los de la Grandeza de España, los del Generalato, los de los Ministros de la Corona, los de los Próceres del Reino, los de los caballeros de las cuatro Órdenes Militares (Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa), y los de las Órdenes del Toisón de Oro, de Carlos III, de Isabel la Católica, de la Orden de María Luisa, y de la de San Fernando. Veamos por menor el uso de estos ornamentos exteriores del escudo de armas.

La Grandeza de España, llamada al principio de Castilla, ocupó, desde la creación o la confirmación de esta dignidad por el Rey Don Carlos I (ya Emperador Carlos V) en 1520, la cúspide del sistema nobiliario español. El manto ceremonial que los usos heráldicos -porque no hubo jamás una atribución o diseño oficial- señaló a los Grandes fue el mismo que usaban los propios Monarcas, y sin duda ese modelo se tomó por imitación de los Príncipes del Sacro Romano Imperio: un manto de terciopelo carmesí, forrado de pieles de armiño, con galones, flecos y borlas de oro. En algunos modelos antiguos, aparece sembrado de castillos bordados en oro: es el caso del manto del Conde de Gelves, que enseguida citaremos, o el de don Canuto Ferrero Fieschi, Príncipe de Masserano, ya a fines del siglo XVIII (Blasones Militares (Madrid, Servicio Histórico Militar, 1987), pág. 75). Como decimos, no parece seguro que tuviera existencia real, aunque figura en los retratos de algunos Grandes, caso del busto del Conde de Aranda (Nueva York, Hispanic Society. Se trata de un busto realizado en cerámica de Alcora (Valencia), del que conocemos algún otro ejemplar en colecciones españolas).
El uso de ese manto como ornamento exterior de los escudos de armas de los Grandes comienza en el siglo XVII, aunque no se generalizará hasta la siguiente centuria. El modelo heráldico más antiguo que conocemos, por cierto con los castillos bordados, es el del Conde de Gelves, y fue figurado en una serie de tapices de Bruselas confeccionados en el siglo XVII; la presencia de tres cimeras distintas sobre la corona nos indica que se trata de un modelo heráldico de neta inspiración germánica (Madrid, Palacio de Liria. Figuraron en la exposición La Heráldica en el Arte (Madrid, 1947), y constan en su catálogo, números 43 a 46).
De 1707 data un escudo de armas ornado del manto de Grande, correspondiente al Duque de Uceda, que notemos era entonces embajador en Roma (También en el catálogo de la exposición La Heráldica en el Arte (Madrid, 1947), número 212, procedente de una colección particular).
Del examen de las colecciones de dibujos de escudos de armas procedentes del Grefierato de la Insigne Orden del Toisón de Oro, (En Madrid, Archivo Histórico Nacional, sección Mapas, Planos y Dibujos) podemos colegir que esa moda llega a España procedente de Italia: son los escudos de armas de los príncipes y próceres italianos investidos del collar del Áureo Vellocino los que más tempranamente muestran el correspondiente manto, y sólo le imitarán los Grandes ya avanzado el siglo XVIII: entonces es cuando comienza a proliferar de una manera extraordinaria, siendo innumerables -por no decir todas-, las armerías de Grandes coetáneos adornadas del manto. Como pequeña muestra de ellas, traeremos a colación las pintadas y miniadas del Marqués de Montealegre y Conde de Oñate,
y las del Duque de Medinaceli (Madrid, Archivo Histórico Nacional, sección Mapas, Planos y Dibujos);
así como las talladas en piedra de otro Duque de Medinaceli en la villa ducal;
de don Manuel de Amat Junyent, Virrey del Perú, en su palacio de las Ramblas de Barcelona,
y del Duque de Berwick en la fachada del madrileño Palacio de Liria (Cuya fotografía agradecemos a la Dra. Dª Dolores Palmero Pérez).