martes, 5 de abril de 2011

REFLEXIÓN EN TORNO A MONARQUÍA Y NOBLEZA

Cuentan, y debe de ser verdad, que unos días después de ser creado grande de España, el general Espartero, en el marco del palacio real de Madrid, recibió la felicitación de otro grande, un duque de familia muy antigua, con numeral ante su título con varias equis: “enhorabuena mi general, ya es como nosotros”. Espartero, que mantuvo siempre una claridad de ideas sobresaliente, le respondió airado: “No, señor duque no, ya soy igual que su antepasado, el que consiguió su titulo, no tengo nada que ver con usted”.
El sucedido viene al caso de la noticia de la que se hizo eco don Javier de Cruïlles en su excelente blog (http://heraldicacatalana.blogspot.com/2011/03/noticia_08.html) sobre la supuesta polémica relativa a la creación de los últimos títulos nobiliarios.
El fondo, la esencia del artículo, me parece grave. Por un lado se permite corregir las decisiones de nuestro monarca. Por otro, alude a que la concesión a un eximio futbolista que ha alcanzado el máximo escalón en su carrera deportiva, conduciendo al triunfo a la selección nacional, supone plebeyizar la nobleza.
En relación al primer tema, corregir las actuaciones del rey, me permitiré aburrirle, improbable lector, con un par de breves ideas:
Desde que un grupúsculo de supuestos intelectuales, bastante ignorantes, decidió darse bombo atacando la institución, parece que lo único que trasciende en relación con la monarquía son los privilegios que ostenta. Efectivamente los posee. Los miembros de la familia real gozan sin duda de una serie de ventajas económicas, poder, exenciones y privilegios de los que el resto de la ciudadanía carece. Aunque desde luego, bastantes menos que cualquier otro español con una renta elevada. En lo que no suele repararse es en que esos privilegios se ven acompañados de obligaciones. De muchas obligaciones.
España decidió dotarse a sí misma de una constitución, en el año 1978, aprobando por inmensa mayoría el referéndum convocado. Esa carta magna, cúspide del corpus jurídico en el que se basa la necesaria estabilidad social que consiguen las leyes, consagra la monarquía como forma de la jefatura del Estado, estableciendo una serie de deberes para el monarca:
Nuestro rey es el capitán general de los ejércitos y como tal ejerce. Mantiene una cercanía con los profesionales castrenses que es alabada y reconocida por la familia militar, pulsando opiniones entre los mandos, y siempre atento y receptivo a sus necesidades.

El rey es moderador, árbitro necesario de la alternancia de partidos que consagra el sistema democrático. Y como tal, realiza sus funciones llamando a la cordura y la sensatez a los miembros de la clase política.
El monarca además representa, como la bandera, al propio Estado. Esa es la razón por la que se inclina la cabeza a su paso y al saludarlo. Y ese deber lo ejecuta con sabiduría. En sus viajes al extranjero, como embajador excepcional de España, se hace acompañar de empresarios con el fin de dar proyección al tejido empresarial nacional abriendo las puertas, gracias a sus contactos internacionales, a la inversión nacional en el exterior.


Por último, el soberano es fuente de honores y distinciones, siendo en consecuencia quien discierne la idoneidad, la conveniencia de cualesquiera premios que otorgue. Y su actuación en esta tarea constitucional ha sido siempre intachable. Ha sabido engrandecer y condecorar a quien lo merece buscando, tanto premiar una actuación o un devenir vital, como servir de acicate para el resto de la sociedad.
Concluyo esta idea resumiendo lo expuesto: el monarca goza de privilegios, sí, pero cumple con maestría sus deberes en beneficio de todos.
En cuanto al segundo asunto, la idea de plebeyizar la nobleza al concederse por estrictos méritos, expondré tan solo dos apuntes.
Si es cierto, como expone el artículo que ha dado lugar a esta tediosa entrada, que la idea que tiene de sí misma la nobleza es la de estar por encima del común de los conciudadanos, los plebeyos según una expresión desaparecida del ámbito jurídico a principios del siglo XIX; si creen los nobles titulados que su condición es superior en alguna medida al resto de españoles por el hecho de que un antepasado fuera merecidamente premiado por su esfuerzo en favor de España; si creen que aún mantienen algún privilegio, por leve que sea, frente al resto de la ciudadanía; si, en el siglo XXI, todavía se consideran, en definitiva, los custodios de alguna clase de valores, o de actitudes, que el resto de españoles no son capaces de poseer, y en consecuencia, a los que un merecidamente creado nuevo marqués no puede acceder, creo, creo de verdad, que ha llegado el momento de hacer que la nobleza titulada, salvo en el entorno de la real familia, no sea transmisible. Si es cierto lo expuesto, es preferible que la nobleza no se suceda.
Desde que la revolución francesa pusiera fin al miedo y al atropello como base de las relaciones sociales en sentido vertical; desde que la nobleza fuera desposeída de otro valor que no fuera el reconocimiento histórico; y desde que la ciudadanía en su conjunto advirtió que del esfuerzo colectivo dependía el progreso social, la nobleza en una sociedad democrática tiene sentido únicamente como premio otorgado en reconocimiento a las excepcionales virtudes de algún ciudadano.
Redundo en la idea para concluir esta reflexión. Quizá en España se haya alcanzado ya el estadio evolutivo social en el que los títulos, como elegante forma arcaica de premio social, deban únicamente ser poseídos por quienes contraigan los méritos suficientes para hacerse acreedores de esa merced. Pero no por sus sucesores. Títulos que se agoten en sí mismos con un único concesionario.