Como me decía el sedicente marqués de Utrera en este blog se habla de todo. Y es que hoy se trae a su consideración, improbable lector, un anillo.Como en todas las familias decentes, en la mía tenemos una tía soltera. Doña María. Doña María Rangel y Marín, Peinado y Villa, cuyas armas son estas: Señora distinguida, siempre ha sabido rodearse de otras amigas sin pareja que compartieran sus aficiones a los conciertos, al teatro, al buen cine y a las meriendas en los mejores restaurantes de Madrid.Amistades de toda una vida, el grupo, que la edad ha ido reduciendo, ha quedado ya muy mermado. Una de las pruebas más evidentes de la cordialidad que unía a este grupo de señoritas ha venido manifestado a través de los regalos póstumos. Regalos que, habitualmente, manifestaban más una prueba de amistad que un deseo de transmisión de dinero.Una de las amigas con las que más trato alcanzó a tener mi tía fue doña Dolores Jiménez, natural de Solares, Santander, afincada en Madrid desde bien joven. Con domicilio en la puerta contigua la que ocupa mi tía, doña Dolores, Lolita, pasó muchas horas de compañía rezando el rosario con mi abuela viuda y con mi tía. Su agradecimiento testamentario se materializó en la entrega póstuma de un anillo que no alcanzaba un gran valor monetario pero sí revelaba una amistad sincera.Doña Dolores era la hija única del famoso concertista de violín don Julián Jiménez. El anillo que dejó en testamento a mi tía María fue el mismo que la infanta Isabel, la chata, entregó en 1930 a su padre.Anillo que vestía en su mano la infanta y del que se despojó, con la dignidad propia de las princesas, para agradecer, en el entreacto de un concierto, el virtuosismo de don Julián, al que acababa de escuchar emocionada, un solo de violín.Anillo que, al cabo de los años, ha servido de nuevo para manifestar un agradecimiento, una prueba póstuma de amistad al pasar a manos de mi tía María.