jueves, 12 de enero de 2012

RELACIONES

El hombre, mejor nuestra especie, hombres y mujeres, hemos llegado a dominar la superficie emergida del planeta después de una evolución de millones de años. En consecuencia la genética pesa, pesa mucho, domina nuestras acciones como un tren de miles de toneladas que lleva circulando por la vía del azar genético desde hace una eternidad.
Y nuestra especie posee impresa en su ácido desoxirribonucléico la tendencia innata al gregarismo. Un gregarismo además de carácter acumulativo. El carácter gregario es evidente: gustamos de vivir en familia, la soledad nos causa repulsión. Y la acumulación, en esa tendencia gregaria, se manifiesta con claridad en, por ejemplo, los bares: tendemos a considerar innatamente más acogedores los bares que están abarrotados. Un bar vacío nos causará desazón.
La tendencia gregaria se manifiesta igualmente en la permanente búsqueda de nuevas amistades.

Las relaciones de amistad nacen, se desarrollan, se pueden incluso reproducir incluyendo nuevos miembros en el grupo. Y pueden morir en vida. Las amistades mueren habitualmente por evolución. Evidentemente no me refiero propiamente al cuerpo, que también, cuarenta y siete mil células abandonan por fallecimiento a un individuo adulto sano al día. Me refiero a la evolución intelectual, psicológica, que, en ocasiones, hace divergir los pensamientos, la forma de entretenerse, la forma de divertirse, hasta alcanzar a desear amistades diferentes con las que poder compartir las nuevas capacidades de pensamiento.
La relación con una institución, al igual que ocurre con la existente entre miembros de la misma especie, nace, se desarrolla con el conocimiento mutuo, se puede reproducir con la inclusión de nuevos individuos en el grupo y, de forma idéntica a las relaciones de amistad, puede morir por evolución de una de las partes o incluso de ambas.
Mi relación con la Obra, una institución, no atraviesa su mejor momento. Realmente no se trata de una mala relación con todo el conjunto de la organización, evidentemente, pero como los seres humanos lo que conocemos de cualquier agrupación humana son las personas que la componen, o al menos los miembros más cercanos, sí debo decir que la relación con esas personas, y por asimilación con el conjunto de la Obra, no atraviesa su momento más positivo.
El asunto se complicó por el maldito parné, que cantaba la canción. Como ya sabe, improbable lector, soy militar y pobre. Perdón por la redundancia. Y la Obra no ejerce su mejor apostolado entre los menesterosos. Más bien al revés. Desarrolla todo su potencial entre los más adinerados. Y mi aportación resultó ser muy insuficiente. Al menos en el Centro, en plena Castellana, en el que me moví los últimos años.
No obstante, el poso es manifiesto. De hondo calado. De marcada profundidad. Esta misma tarde, al acudir todos los miembros del clan familiar, menos Perro, nuestro perro, a Segovia, a renovar los carnés de identidad, he circulado a escasos metros de Molinoviejo. Una casa de retiros, todo lujo y boato, que la Obra posee en Ortigosa del Monte. A los pies de la montaña llamada la mujer muerta. La primera casa de retiros. La más cuidada y la más querida.
De las vigas, al poco renovadas, de la primerísima ermita de Molinoviejo surgieron las cruces de palo que el fundador, san Josemaría Escrivá de Balaguer Albás, III marqués de Peralta, regalaba a los primeros de cada país que solicitaban la admisión en el Opus Dei.
Y no he podido evitar el recuerdo. De Molinoviejo se cuentan mil anécdotas de carácter conmovedor, edificante. Hoy me limitaré, después de toda esta tediosa e infructuosa heráldicamente hablando reflexión, a exponer las armas de Molinoviejo.
Disculpe la extensión, improbable lector, no quería contar nada más. Añadiré, como sincero homenaje, no póstumo que algún día retomaré el camino, las armas de la institución con la que ahora no guardo la mejor relación. Las armas del Opus Dei: