Si existe una imagen que cautiva nuestro intelecto al considerar la Europa medieval, improbable lector, es la figura del caballero.
La literatura se ha ocupado repetidamente de esta figura. Figura que ha quedado reflejada en nuestro intelecto colectivo como ejemplo de las mejores virtudes cristianas, léase la defensa de los débiles, la práctica de un elegante código de honor y la búsqueda caritativa de la justicia.
De hecho, el mundo del caballero medieval aparece en nuestra retina como un sugestivo cóctel basado en el feroz, pero sugerente combate a caballo, mezclado con el ejercicio de la caridad para con los más débiles y acompañado de alguna práctica litúrgico-religiosa a la antigua usanza.
Atendiendo a los orígenes de la caballería, la historia nos conduce indefectiblemente a la Roma dominante del mundo occidental conocido, donde guerreros a caballo, los equites (pronúnciese écuites, que la u se lee siempre en latín) constituían la más esclarecida clase social de la urbe. Clase social formada por los vástagos de las más acaudaladas familias romanas que se permitían formar a sus jóvenes en el arte de la doma y de la práctica de la lucha a caballo.
Este cuerpo armado, esta forma de plantear la lucha, enfrentando al enemigo jinetes sobre caballos, a pesar de los avatares de la historia, mantuvo su vigencia hasta muchos siglos después.
Pero es en torno al final del siglo al siglo X y sobre todo en la plenitud del XI, cuando se produce el cambio de mentalidad. Grupos de jinetes armados, más o menos profesionales de la guerra, que a menudo viajaban ofreciendo sus servicios castrenses al mejor postor, de extracción acomodada pero no boyante y socialmente escasamente estimados, comenzaron a medrar y a adquirir un peso social.
A partir de la segunda mitad del siglo XI y más evidentemente a comienzos del siglo XII, la Iglesia interviene en ese grupo de jinetes armados a caballo, cada vez más numeroso, pero sobre todo cada vez más influyente, para acercarlos a su seno.
De este modo se sacralizó la ceremonia de ingreso y se establecieron unas normas cristianas de conducta en el ejercicio de la caballería armada.
Esta influencia eclesial, de mucho peso en aquel entorno histórico, conducirá a los guerreros a caballo de la Europa medieval de la segunda parte de la Edad Media a la toma de conciencia común de pertenencia a un mismo contingente, a una misma hermandad. A considerarse miembros de un común cuerpo armado, con independencia del señor feudal al que sirvieran específicamente.
Cuerpo, contingente, hermandad, de carácter ideal, sin sustento jurídico real, basado en la común aceptación de unos valores superiores que suponían una ordenanza total de la propia vida, no solo de su actividad guerrera. Hermandad que compartía unos principios que entonces, como ahora, no eran de uso común en la sociedad. Valores definidos por un ideal de altruismo cristiano, de caridad. La caballería se convirtió realmente así, influida por la Iglesia, en un estado de vida.
Esta hermandad ideal, que se denominó espontáneamente como
Orden de Caballería, comenzó su andadura común sin jerarquía alguna. No existía prelación entre los caballeros. La propia condición de caballero era en sí misma tan alta jerarquía, tan insigne condición, que equiparaba al rey con el recién armado caballero.
Es a esa
Orden de Caballería a la que se refieren los más insignes y modélicos autores medievales: El infante don Juan Manuel, el fraile franciscano fray Raimundo Lulio o el propio rey don Alfonso X,
el sabio.
Previamente a la intervención eclesial, la recepción en la caballería se realizaba mediante la simbólica entrega de las armas propias del caballero, la espada y las espuelas. Posteriormente la propia Iglesia sacralizó los ritos. Así, el ingreso en la
Orden de Caballería se vio transido de todo un ritual que el propio infante don Juan Manuel, ya en el siglo XIV, consideró
una manera de sacramento al alcanzar una formalidad que le asemejaba en mucho a la recepción del sacramento de las órdenes sagradas.
Para concluir, reseñar que este rito de iniciación, de recepción en la
orden de caballería requería, al igual que en los sacramentos, de un ministro. Ministro que se definía por mano de otro caballero que ya hubiera sido armado conforme al rito eclesial establecido. Y aunque en la orden de caballería se evitaran las jerarquías, tradicionalmente el caballero con más antigüedad en la
orden de caballería era el encargado de armar nuevos caballeros.