Hubo un tiempo, no tan lejano, en que las mujeres vestían como tales y los hombres usaban ropas que anunciaban su oficio: Los sacerdotes lucían sotana; los cardenales también, aunque de color eminencia;
los militares paseaban orgullosos sus uniformes por las calles, lo que hacía que surgieran más vocaciones a la carrera castrense;
los ministros tenían su propia vestimenta; y hasta los reyes lucían sus ropajes propios: Manto de gules con vuelta de armiños.
Hoy los reyes, en España, visten como cualquier mortal. Por el contrario, en los reinos de nuestro entorno geográfico europeo y del resto del mundo se uniforman como tales, al menos en las ocasiones cuya solemnidad lo exige.
Lucen sin rubor sus mantos y nadie en su sano juicio se permite elevar crítica alguna. No hacen otra cosa que utilizar la ropa que corresponde a su alta condición.
Es verdad que en los reinos que conformaron lo que hoy es España los soberanos sí vistieron sus mantos.
Y no solo en los siglos medievales. En la edad contemporánea no ha sido infrecuente que las capas propias de su jerarquía institucional fueran lucidas por los monarcas.
La heráldica, como se ha explicado en alguna ocasión, es un arte basado en un método científico que centra su estudio en lo que acontece en el interior de una boca de escudo, y con menor rigor académico, en lo que sucede en el exterior del contorno.
Entre las ornamentaciones que se han dispuesto alrededor de los escudos, que se denominan adornos exteriores, ha sido elemento común el uso del manto que visten como propio los reyes, consiguiendo un agradable efecto.
Pero no solamente los reyes. Como conoce, improbable lector, también los grandes de España gastan manto de gules con forro de armiños para representar sus armas, participando de alguna forma en la soberanía al ser considerados desde inmemorial como primos del monarca.
Es decir, el manto que sirve como adorno exterior de las armerías pretende significar soberanía, dominio, potestad.
Es necesario recordar, ahondando en esta idea, que el bonete que disponen sobre su corona los reyes, príncipes, infantes y grandes de España, y solo ellos, invariablemente de gules, no es otra cosa que el manto propio de su dignidad, dispuesto de tal forma que atraviese el interior del aro.
De ahí que tan solo esas dignidades nobiliarias luzcan corona con bonete
y el resto de títulos sin grandeza corona simple.
Hasta este punto todo correcto. Pero vuelvo al comienzo de esta aburrida exposición para recordar que también los caballeros, hoy como antaño, visten los hábitos que denotan su condición en las ocasiones que así lo requieren.
Me centraré en dos corporaciones. Los caballeros de la orden institucional del Estado Español denominada según el nombre de pila y numeral de soberanía del monarca fundador, Carlos III, vistieron hábito conventual al celebrar capítulos y ceremonias a los que eran convocados.
De la misma forma, la orden de Isabel la Católica, la única que aún provee de nobleza personal a quien se hace merecedor de ser admitido en su seno, tenía definido su propio hábito, que era lucido por los caballeros cuando el protocolo lo exigía.
Pues bien, caballeros de ambas corporaciones, desde antiguo, han dispuesto como adorno exterior de sus armas el hábito conventual, desechando el escrúpulo del significado de ejercicio de soberanía que connota.
De alguna forma puede justificarse la costumbre en estas dos corporaciones al considerar que se trata de órdenes propias del Estado español, que pretenden remunerar servicios especialmente relevantes para la nación.
Pero, y es a donde he pretendido conducir su razón improbable lector, convendrá conmigo que no es acertado representar armerías disponiendo el manto de cualesquiera otras órdenes de las muchas que habitan estos reinos.
El manto es propio del rey y de los grandes en tanto que denota soberanía y, en consecuencia, no es correcto su uso por parte de los títulos sin grandeza ni de los caballeros particulares, salvada la excepción definida por las dos órdenes citadas.