Ha tenido la deferencia de remitir mensaje don Alfonso de Ceballos-Escalera y Gila, III marqués de la Floresta, al que se anexa su docta conferencia sobre El origen y evolución de la heráldica en el entorno hispano.
Hoy se traerá la primera de las entregas en las que dividiré el texto, para que pueda apreciarlo en toda su magnitud, improbable lector:
ORÍGENES Y EVOLUCIÓN DE LA HERÁLDICA HISPANA
Dr. Alfonso de Ceballos-Escalera y Gila, Marqués de La Floresta
Catedrático de la Universidade Técnica de Lisboa
Cronista de armas de Castilla y León
El sistema heráldico europeo constituye lo que con toda propiedad puede denominarse un hecho general de civilización, y en su estudio no siempre los heraldistas han dado muestras de un rigor científico ni de un sentido histórico imprescindibles.
Por eso no parece innecesario, sino todo lo contrario, comenzar esta conferencia ofreciendo un somero comentario acerca de los orígenes del fenómeno heráldico en la Europa medieval, y de su evolución en las siguientes centurias, con especial atención al desarrollo de estos procesos en el área hispana.
Seguiremos constantemente en este recorrido el camino abierto por los eximios heraldistas europeos Donald L. Galbraith y Michel Pastoureau, con las aportaciones hispanas del doctor Manuel Artur Norton, Barón de São Roque, del ingeniero Faustino Menéndez Pidal, y del profesor Félix Martínez Llorente.
CAPÍTULO PRIMERO:
LOS SISTEMAS EMBLEMÁTICOS PRECEDENTES
El uso de emblemas está arraigado en lo más profundo de la naturaleza humana, y por ello es común a todas las épocas y a todas las civilizaciones. Muchas de estas civilizaciones humanas han formado y han utilizado verdaderos sistemas emblemáticos, algunos de ellos -Mesopotamia, Japón, el Imperio incaico- con notables semejanzas al de las armerías europeas.
Sin embargo, es en los usos emblemáticos europeos de la Antigüedad y de la Alta Edad Media, en donde deberíamos hallar, naturalmente, los precedentes del sistema heráldico. Lamentablemente, en gran parte no nos son bien conocidos.
En la Grecia clásica se usaron dos tipos de emblemas: los individuales o familiares -que conocemos mediante las obras literarias y las escenas representadas en los vasos pintados-,
y los emblemas colectivos propios de las ciudades. Estos últimos se reproducían sobre las monedas, los sellos, los sellos de tierra cocida, los documentos oficiales, los contrastes de pesas y medidas, etcétera. Son de tipología variada: la inicial del nombre de la ciudad (la A de Lacedemonia, la E de Sicyone); el atributo de una Divinidad (como el tridente de Poseidón en Mantinea, o la maza de Hércules en Tebas); un animal, o una planta, o un motivo geométrico de difícil interpretación. Notemos, además, que una misma ciudad podía utilizar más de un emblema.
Los escudos de los guerreros eran pintados de una manera muy variada y hasta caprichosa: figuras, inscripciones, escenas mitológicas y hasta juegos de palabras y acertijos. No parece que estos símbolos fueran hereditarios, ni siquiera de uso personal constante -los príncipes y los héroes griegos cambiaban de emblema al cambiar de escudo defensivo-; y en estos usos emblemáticos griegos se aprecia una absoluta falta de reglas.
Durante la era romana posterior a la monarquía, cada gens patricia poseía una emblema hereditario, que se hacía figurar en las monedas acuñadas durante el mandato de los magistrados y cónsules que a ella pertenecían: figuras parlantes (como el caballo al galope de la gens Calpurnia, tomado de la palabra griega kalph, caballo),
figuras alusivas (como el elefante de la gens Cecilia, que recordaba la victoria de Lucius Cecilius Metellus sobre los elefantes cartagineses en la batalla de Panona),
o figuras simbólicas de origen totémico (el perro de la gens Antestia)
o mitológico (la imagen de Neptuno de la gens Crepereia).
Durante dicho periodo, según Plinio el Viejo en su Historia natural, las legiones romanas ostentaban sobre sus banderas cinco emblemas: el águila, la loba, el caballo, el minotauro y el jabalí. Tras la reforma de Mario, en el 107 a.C., solamente perduró la primera.
En la época del Imperio romano se desarrolló un verdadero sistema de emblemático militar, basado en las banderas y los escudos. Las banderas legionarias imperiales lucían el águila, pero además cada unidad podía usar otras enseñas de simbología variada (objetos, animales, divinidades): la Legio I Italica usaba un jabalí y un toro; la Legio II Partica, un centauro y un toro; la Legio IV Italica, una cigüeña y un toro; la Legio X Fretense, un toro, un jabalí, una galera y la imagen de Neptuno. En cuanto a los cuerpos de caballería, usaban estandartes cuadrados (vexilla), monocolores (rojos) al comienzo del Imperio -después serán de varios colores-, con el nombre del Emperador y el de la Legión inscritos en oro.
Según Vegecio en su Epitoma rei militaris, sobre los escudos defensivos los legionarios lucían símbolos propios de cada legión y de cada cohorte; pero los testimonios iconográficos conservado desmienten este uso colectivo. Esos símbolos solían ser figuras siderales (el sol, la luna, las estrellas, el rayo) y animales (águila, toro, escorpión, delfín, etcétera). Durante el Bajo Imperio se van adoptando poco a poco símbolos cristianos.
Los estudios sobre los usos emblemáticos de la Alta Edad Media no son hoy por hoy muy concluyentes, a pesar de los esfuerzos de los historiadores germanos y escandinavos -me refiero a Anthony von Siegenfeld, Erich Gritzner, Percy E. Schramm, Hans Horstmann, Otto Hofler y Georg Scheibelreiter-. Parece obvio que continuaron usándose los emblemas romanos, junto a otros de origen tribal germánico, y también puede afirmarse que apenas influyeron en los orígenes del sistema heráldico.
Mientras tanto, es notable la evolución de la forma del escudo defensivo: el primitivo escudo romano, rectangular y curvado,
dará paso primeramente al escudo redondo del Bajo Imperio.
Y, ya a partir del siglo XI, a un escudo en forma de almendra, cuyo gran tamaño cubría completamente a su poseedor, susceptible de ser clavado en tierra por la punta inferior, y también de ser usado como lecho de campaña.
Con su metro y medio de altura, construido en madera forrada de cuero o pieles, será reforzado por elementos metálicos (perfiles y clavos) en sus bordes, y sobre todo en su faz mediante una especie de estrella de ocho brazos que convergen en una elaborada y potente bloca central.
Estas piezas defensivas solían ser pintadas con diversidad de figuras, como nos acreditan los textos literarios coetáneos -que por otra parte están pendientes de un examen sistemático de sus referencias a emblemas y enseñas-. Pero estos símbolos, ni eran hereditarios, ni estaban en absoluto reglados.
Obligado parece mencionar un fenómeno social muy ligado al sistema heráldico: me refiero a la Caballería.
Hacia el siglo X surgió en la Europa occidental un nuevo grupo social, formado por guerreros e inspirado en un rígido código militar y moral: la Caballería. En palabras de Keen, “caballería es una palabra que indica el código y la cultura de un estamento militar que consideraba la guerra como su profesión hereditaria”. Este estamento social nació, se desarrolló y desapareció en la época comprendida entre la primera Cruzada y la Reforma; es decir, aproximadamente entre los años 1000 y 1500.
Mientras que la figura del caballero no es difícil de definir (se trataría de un hombre de noble linaje que, provisto de caballo y armas, y entrenado militarmente, ha adquirido su condición mediante cierto ritual),
el concepto de la Caballería lo es mucho más, ya que esta palabra encierra al mismo tiempo varios significados.
Como tal puede entenderse un grupo de combatientes montados, simplemente; pero también significó un orden o regla semejante a las religiosas, o una clase social (los bellatores o guerreros, cuyo menester fue defender a la Iglesia y a su señor natural). Incluso, por Caballería se designa el código de valores morales y religiosos que regía aquel estamento social.
La aparición de la Caballería se debió a razones de índole militar, social y literaria. El siglo XI fue muy relevante en la historia militar medieval, por lo que respecta a las tácticas de caballería. La difusión del estribo a comienzos del siglo VIII dotó al jinete de una mayor estabilidad en la silla, y de un mejor dominio del animal. En torno al año 1000, los guerreros europeos adoptan una nueva táctica: el ataque en formación cerrada, sujetando una gruesa y larga lanza bajo el brazo derecho, y puestos sobre una silla evolucionada. El jinete, su caballo y su lanza, a gran velocidad, formaban entonces un verdadero e irresistible proyectil.
Pero esta nueva táctica dependía de un depurado entrenamiento militar, que sólo podía lograrse en las justas y torneos. Ello trajo consigo otras consecuencias sociales: el torneo -una pelea entre dos grupos de guerreros a caballo- y la justa -un combate singular entre dos caballeros-, además de procurar entrenamiento, era un lugar de reunión social y cortés.
Y el cada vez más elevado precio del caballo, del arnés y de las armas, hizo que el oficio de guerrero a caballo quedase reservado para las capas superiores de la sociedad medieval: los nobles. Las relaciones nobiliarias eran, por lo tanto, muy importantes, y ello provocó que la alta nobleza, los magnates y los señores, se fundieran (nobiliaria y jurídicamente hablando, y no económicamente) con los simples caballeros o hijosdalgo (en tierras hispánicas, incluso con los pecheros ricos, tras larga y meritoria carrera militar).En todo caso, la existencia de la Caballería, su misma esencia, fue inseparable de la guerra y de la nobleza: no se puede comprender aquella sin éstas, ya que los caballeros no eran sino hombres nobles y guerreros sujetos a un rígido entrenamiento militar y a un estricto código de conducta, que seguían un estilo propio de vida, y cuya profesión y condición social eran hereditarias (tanto como los bienes de fortuna que permitían mantenerlas). La Caballería fue, en esencia, el código seglar del honor de una aristocracia orientada hacia la vida militar.
Llegados así al siglo XII, la época en la que surgió en Europa el sistema heráldico, acometeré el intento de formar una periodización que ayude a comprender sus orígenes y su evolución histórica y social.