ORÍGENES Y EVOLUCIÓN DE LA HERÁLDICA HISPANA
Dr. Alfonso de Ceballos-Escalera y Gila,
Marqués de La Floresta
Cronista de armas de Castilla y León
CAPÍTULO QUINTO:
EL TIEMPO DE LOS HERALDOS
(1320-1480)
Durante la primera mitad del siglo XIV se produjeron en las sociedades occidentales grandes cambios, que tuvieron su repercusión en el sistema heráldico europeo.
En primer lugar, la evolución de la armadura del caballero, la reducción e incluso la supresión del escudo defensivo, y sobre todo la primacía táctica de los peones sobre los caballeros nobles, significaron la progresiva desaparición de las armerías en los campos de batalla -perduraron, sin embargo, en el ámbito de las justas y los torneos-. Al mismo tiempo, surgieron otros elementos emblemáticos paraheráldicos: las cimeras, los timbres, las divisas y los soportes.
Sin embargo de su progresiva ausencia de las campañas, el sistema heráldico continuó su extensión a todos los ámbitos de las sociedades de toda Europa, que tuvo su auge geográfico hacia 1320, y su auge social en la segunda mitad del siglo XV -cuando, como elementos decorativos y a la vez marcas de propiedad, ocupaban ya todos los edificios, monumentos y objetos de la vida cotidiana-.
En la Península Ibérica, la heráldica del período se caracterizó por una gran influencia de las formas del área anglo-francesa. Esa corriente se atestigua en otros ámbitos, como por ejemplo el cambio en el tipo de la figura ecuestre en los sellos reales -hacia 1340 en Aragón y hacia 1350 en Castilla-, al abandonarse el tipo ecuestre mediterráneo que venía usándose desde dos siglos antes, para adoptar el tipo anglo-francés -en el que el caballero muestra su lado derecho. Fue también entonces cuando aparecieron en los armoriales europeos las primeras series de armerías españolas, primeramente de Aragón y de Navarra (hacia 1380, en los armoriales de Gelre y de Bellenville), y también de Castilla (hacia 1410, en el armorial de Urfé).
Era aquella la era de la Caballería, que trajo consigo la inclinación al fasto ceremonial y cortesano, a los adornos y galas vistosos y ricos. Decayó entonces la sencillez heráldica, el relieve cromático en los emblemas del escudo, porque no eran ya necesarios. La tendencia desbordó hasta los ornamentos exteriores, agregando elementos paraheráldicos como las cimeras, los soportes, las divisas o los collares, en los que se desarrolló el gusto por el fasto y la riqueza.
Las pautas de presentación usadas entonces en Europa para representar las armerías, o sea el escudo inclinado, bajo un yelmo con cimera y más tarde con soportes, rodeado de las insignias de las Órdenes y divisas caballerescas, tiene un origen ecuestre, ya que es como la abreviación de la figura del caballero embrazando el escudo, reducida a los elementos esenciales. El escudo representaba, más que nunca, a su propietario -y de ahí que un insulto o agresión contra un escudo de armas se considerase jurídicamente igual a un ataque a su propia persona-. Este tipo alcanzó alguna difusión en Navarra, menor en Castilla, tardía y muy selectiva en Cataluña. La caída de la extensión social de los emblemas heráldicos a fines del siglo XIV impidió una mayor propagación hacia las clases inferiores. Por esto, y quizá por su origen ecuestre, se tuvo por más propio de la nobleza -pero no en virtud de una reglamentación o convenio previo-.
Menéndez Pidal nos recuerda cómo aparecieron entonces “nuevas formas de mayor complejidad y fantasía, acordes con los gustos de la época. En las particiones, las líneas oblicuas del mantelado, el calzado, el vestido... Los animales fantásticos, como el grifo y el dragón en las cimeras. Composiciones más naturalistas, como el tema del roble y el jabalí, de origen inglés, abundantísimo en el norte de Navarra. Pero la influencia franco-inglesa es más profunda, no se limita a las formas. En la casa real de Aragón encontramos como diferencia un lambel cargado, el primero que se ve sobre armerías españolas, hacia 1375, en el hijo segundo de Pedro el Ceremonioso. Pero más tarde prevalecerá la fórmula castellana del cuartelado, que dará origen a la tan prodigada combinación en aspa. En Navarra existe la misma fluctuación entre las formas francesas y las castellanas. Los hijos segundos de los monarcas Evreux diferencian sus armas según pautas francesas: borduras llanas, angreladas, etc. En los bastardos hay curiosas duplicidades. Es de señalar el perfeccionamiento heráldico que se alcanza en la región de Salamanca-Cáceres-Ávila, con alguna forma autóctona interesante”.
La extensión social del uso de emblemas heráldicos se vio sin duda reforzada por la vulgarización de los sellos de placa -cuyo origen estuvo en la generalización del uso del papel-, que llegaron a ser necesarios prácticamente para cualquier persona. El máximo parece que se alcanzó por los años 1360-1385; más tarde su uso decreció rápidamente, al extenderse la moda y costumbre de firmar los documentos.
Surgieron también en este período nuevas acepciones en los significados de las armerías, diferentes del obvio de pertenencia del dueño a un grupo familiar. El Conde de Gijón y de Noreña, el futuro Enrique II de Castilla, llevó hasta 1366 una bordura que representaba las tierras que poseía, con las armas de su padrino y anterior señor de aquéllas. El mismo sentido territorial, que no familiar, tenían las armas de Manuel que traía don Alfonso de Aragón, llamado el primer Marqués de Villena (1366-1412), dimidiadas con las suyas familiares de Aragón-Anjou.
Hay varios ejemplos de armas llevadas por homenaje, y no por vinculación familiar, precedente del uso tan extendido en la Edad Moderna de llevar las armas de los fundadores de los Colegios Mayores. Las armas colectivas de los bandos-linajes de Soria, Arévalo, Trujillo, Ávila y Segovia , que solían traer todos los componentes, aun los relacionados por lejana descendencia femenina o por afinidad, adquirieron un sentido de inclusión en un grupo sociopolítico cuya protección se buscaba. De parecida forma, las Armas Reales adquirieron entonces un nuevo sentido de salvaguarda y protección, y se colocaban en consecuencia en lugares y en ocasiones antes no acostumbrados.
La labor de los heraldos y oficiales de armas se hizo entonces notable: por su influencia, las reglas se hicieron a la vez más rigurosas y más artificiales; y la creciente intervención de la autoridad regia, tendente a legislar restrictivamente sobre la concesión y uso de las armerías, provocó una cierta esclerosis del sistema. Más adelante trataré de ellos y de sus cometidos por menor, adelantando ahora que su labor evitó cierta anarquía y reguló el sistema -los heraldos limitaron los colores, estilizaron las figuras, establecieron las brisuras, codificaron la organización y disposición de los escudos, fijaron el lenguaje heráldico-, y al mismo tiempo formaron interesantes armoriales o colecciones de escudos.
Notemos, además, que durante la gran crisis nobiliaria del siglo XIV, se abrió un importante debate acerca del derecho al uso de los escudos de armas y sobre la capacidad heráldica de todos los miembros y estamentos de la sociedad bajomedieval -capacidad que hasta entonces era tan general como indiscutida-. Todavía en aquella centuria, más precisamente en 1358, el célebre jurisconsulto boloñés Bartolo de Sassoferrato, en su Tractatus de insignis et armis, defendía esa libertad plena en cuanto a la adopción y uso de un emblema heráldico.
Pero ya en los años de 1440-1450, el armerista galaico Juan Rodríguez del Padrón defendía la tesis contraria, esto es, que sólo los nobles podían lícita y legalmente usar de armerías . Las causas de esta reacción nobiliarista son varias. Por un lado, una corriente general de opinión que ya había producido leyes restrictivas, alimentada por la consideración de las armerías como verdaderas marcas de honor -dado su carácter de rememoración de un pasado cierta o supuestamente glorioso-. Por otro lado, la reacción se vio favorecida por la fuerte disminución en el uso del sello, que se observa a fines del siglo XIV (una disminución del orden del 50% en Navarra, y del 25% en Cataluña-. Y es que en las clases sociales inferiores, el sello de placa era el principal -y muchas veces el único- soporte de las armerías y emblemas. Este recorte por abajo del ámbito social heráldico desplazó su centro de gravedad hacia las clases superiores, y suprimió la entrada de formas nuevas, menos regulares y más creativas.
Como advierte Menéndez Pidal, “la connotación nobiliaria supuso un profundo cambio semiótico, comparable en importancia al que separó el escudo de lo militar. En el futuro, esta significación será la razón de ser de la heráldica personal y causa de su supervivencia”. Y esto es muy cierto: sin ese prestigio social que le prestaba la significación honorífica e incluso nobiliaria, la heráldica hubiese pasado, como cualquier otra moda, sin dejar apenas rastro. Y precisamente por tal circunstancia ha llegado a nuestros días.
Por eso los monarcas procuraban ya entonces arrogarse la facultad y el control de las concesiones: tal el Rey de Inglaterra en 1417, tal el Duque de Saboya en 1430, tal el Rey de Portugal en 1466. Y podemos decir que, en general fue durante el siglo XV cuando se introdujo una nueva manera de adquirir armerías, esto es, por concesión regia -a veces, una mera confirmación de las usadas con anterioridad-. Las mercedes de concesión supusieron, además, una fuente de ingresos para sus redactores, artistas y pendolistas, y muy pronto se convertirán en una de las principales cometidos profesionales de los oficiales de armas, como diré por menor.
Ya he dicho que hasta el siglo XIV no hubo diferencias ni conceptuales ni tipológicas entre las armerías de los nobles y las armerías de los no nobles; pero la reacción nobiliarista de aquella centuria provocará la aparición de diferencias, que se materializarán sobre todo en los timbres -coronas, yelmos, cimeras- y otros ornamentos exteriores del escudo.