Somos fruto de una evolución de la vida orgánica de millones años en la corteza del planeta. Nuestra especie cuenta con escasos, para la vida de la Tierra, cuarenta mil años. Especie a la que Linneo denominó homo sapiens que se distinguió, aunque a menudo hay que ponerlo en seria duda, por su desarrollo intelectual.
Ese desarrollo, esa especialización humana, contó con resortes de la razón que aun perduran. Así, se tiende de forma innata a asociar efectos con causas que no necesariamente son tales. Y es posible que de ese mecanismo se valiera Dios para infundir en el alma humana la necesidad de la religión. Religión que, de formas variopintas, practican hasta las tribus más recónditas de las, ya pocas, selvas vírgenes que aún pueblan algunas escasas partes de la geografía universal.
Considerar que solamente la Iglesia, nuestra santa Iglesia católica, posee la verdad absoluta, el extra ecclesia non salus de tantos siglos de inmovilismo, quedó superado tras el último concilio, que urgió a la búsqueda de una verdad común a través del ecumenismo. Ecumenismo empero, que no pretende otra cosa que conocer, y terminar por reconocer, otras formas de adorar a Dios, que serán santas y buenas si se manifiestan en el cumplimiento del nuevo mandato: el desvelo por el prójimo.
Ese movimiento ecuménico, que aún hoy hace rechinar muchos engranajes, no es habitualmente aceptado, sino todo lo contrario, en la sociedad más distinguida de estos reinos que hoy son España, de tradición, más que católica, catolicísima.
Así, algunas de las órdenes de caballería que en nuestro suelo patrio abundan, exigen profesar una incuestionable fe católica, alejada de cualquier forma de novedad. Para esas órdenes, cualquier desviación de la más preconciliar doctrina católica se considera reprobable. Permanecen ancladas, en definitiva, en un sentimiento de infalibilidad religiosa que hoy se considera superado incluso por la propia Iglesia, que prefiere el ecumenismo.
La heráldica eclesiástica, como una manifestación más de la vida religiosa, no debe en consecuencia considerar exclusivamente los modelos heráldicos católicos, sino abrirse al estudio de otras manifestaciones cristianas.
Hoy se proponen algunos ejemplos de esa heráldica eclesiástica, de diferentes ritos, a través de miembros de la denostada, quizá por ecuménica, Orden de san Lázaro.
Así, el escudo que sigue pertenece a don Peter Miln, quien es nada menos que protopresbítero de la iglesia ortodoxa.Timbra sus armas con aquella corona que, gracias al Vaticano II, supimos que visten los obispos de tradición oriental, sean o no católicos.Muestra tres muebles que recuerdan vagamente aquellos de sable que, en un escudo del emperador don Carlos I de España, dieron tanto que hablar.Efectivamente, improbable y sagaz lector, la inmejorable factura de esta compasión heráldica proviene, como las que siguen, de la docta mano de don Carlos Navarro Gazapo, quien expone su maestría en el blog de heráldica hispánica.Las armas siguientes representan a Gregorios III Latham, patriarca católico de rito melkita de Jerusalén. Con jefe cargado con la cruz verde, acola el collar de la orden manifestando que es protector espiritual de san Lázaro.
Por fin, el padre Andreu, cuyas armas concluyen la entrada de hoy, es capellán mayor lazarista y de la nobleza valenciana. Distinciones ambas que se revelan con claridad y elegancia en la composición.
Ese desarrollo, esa especialización humana, contó con resortes de la razón que aun perduran. Así, se tiende de forma innata a asociar efectos con causas que no necesariamente son tales. Y es posible que de ese mecanismo se valiera Dios para infundir en el alma humana la necesidad de la religión. Religión que, de formas variopintas, practican hasta las tribus más recónditas de las, ya pocas, selvas vírgenes que aún pueblan algunas escasas partes de la geografía universal.
Considerar que solamente la Iglesia, nuestra santa Iglesia católica, posee la verdad absoluta, el extra ecclesia non salus de tantos siglos de inmovilismo, quedó superado tras el último concilio, que urgió a la búsqueda de una verdad común a través del ecumenismo. Ecumenismo empero, que no pretende otra cosa que conocer, y terminar por reconocer, otras formas de adorar a Dios, que serán santas y buenas si se manifiestan en el cumplimiento del nuevo mandato: el desvelo por el prójimo.
Ese movimiento ecuménico, que aún hoy hace rechinar muchos engranajes, no es habitualmente aceptado, sino todo lo contrario, en la sociedad más distinguida de estos reinos que hoy son España, de tradición, más que católica, catolicísima.
Así, algunas de las órdenes de caballería que en nuestro suelo patrio abundan, exigen profesar una incuestionable fe católica, alejada de cualquier forma de novedad. Para esas órdenes, cualquier desviación de la más preconciliar doctrina católica se considera reprobable. Permanecen ancladas, en definitiva, en un sentimiento de infalibilidad religiosa que hoy se considera superado incluso por la propia Iglesia, que prefiere el ecumenismo.
La heráldica eclesiástica, como una manifestación más de la vida religiosa, no debe en consecuencia considerar exclusivamente los modelos heráldicos católicos, sino abrirse al estudio de otras manifestaciones cristianas.
Hoy se proponen algunos ejemplos de esa heráldica eclesiástica, de diferentes ritos, a través de miembros de la denostada, quizá por ecuménica, Orden de san Lázaro.
Así, el escudo que sigue pertenece a don Peter Miln, quien es nada menos que protopresbítero de la iglesia ortodoxa.Timbra sus armas con aquella corona que, gracias al Vaticano II, supimos que visten los obispos de tradición oriental, sean o no católicos.Muestra tres muebles que recuerdan vagamente aquellos de sable que, en un escudo del emperador don Carlos I de España, dieron tanto que hablar.Efectivamente, improbable y sagaz lector, la inmejorable factura de esta compasión heráldica proviene, como las que siguen, de la docta mano de don Carlos Navarro Gazapo, quien expone su maestría en el blog de heráldica hispánica.Las armas siguientes representan a Gregorios III Latham, patriarca católico de rito melkita de Jerusalén. Con jefe cargado con la cruz verde, acola el collar de la orden manifestando que es protector espiritual de san Lázaro.
Por fin, el padre Andreu, cuyas armas concluyen la entrada de hoy, es capellán mayor lazarista y de la nobleza valenciana. Distinciones ambas que se revelan con claridad y elegancia en la composición.