Cuando tenía dieciocho años, hace ya la friolera de veinticuatro, mi padre, don Juan José Carrión Úbeda, de los Carrión de Huelva de toda la vida, me compró un coche de segunda mano. Nada menos que un Seat cientoveintisiete. Azul. Azul en origen porque a los pocos días decidí personalizarlo con lo que debían ser guanteletes amarillos que, dado que Dios no me ha llamado nunca por el camino del arte, resultaron manos, simples manos amarillas. Veintitrés, repartidas por la carrocería. El coche, desde luego, no tenía desperdicio. En el CEU, donde cursé mis tres primeros años de carrera, (estudié económicas, improbable lector), sabían sin lugar a dudas si Carrión, yo mismo, había acudido ese día clase. El coche era antiguo, anciano, pero su decoración lo hacía inconfundible a todas luces.
En el tramo de edad cercano a los veinte la capacidad de reflexión es escasa. No es que ahora tampoco haya aumentado mucho, pero algo sí. En consecuencia, viviendo los fines de semana en la sierra de Madrid, el cientoveintisiete recorrió, a su pesar, caminos, sembrados, charcos de considerable tamaño y profundidad… y sin embargo, el coche seguía funcionando. En fin, que algún que otro accidente padecí, uno en particular de cierta envergadura acompañado de mi amigo David Barrasa Lobo, conde de Tenacidad de los Carruajes, en el reino del Maestrazgo, pero la verdad es que recurriendo a un taller cercano a casa de mis padres, por poco dinero volvía a lucir mi medio de locomoción como si fuera nuevo.
Hoy el sistema económico no admite esos excesos. Desde que mister Kleenex inventó el concepto de usar y tirar, las empresas se han ido subiendo al carro y si hoy intentara hacer la mitad de las temeridades que realicé con mi cientoveintisiete con alguno de los nuevos coches que hoy poseo el resultado sería, a buen seguro, un siniestro total.
El escritorio desde el que se redacta este tedioso blog se puebla de un ordenador portátil aupado a un atril; una desordena columna de libros apilados, la mayoría sobre heráldica; una caja de madera con tapa de plata en la que aparece mi nombre, regalo de mis funcionarias civiles cuando amenacé con un cambio de destino y que sirvió en su momento como almacén de tabaco y hoy, que soy exfumador de tabaco negro, es el lugar en el que guardo las tarjetas de visita que me van entregando; un portarretratos que compré en una tienda de antigüedades a la salida de la embajada española en Washinton, D.C. por un dineral y en el que se ve una imagen de mi mujer y mis dos hijos, todos ellos sonriendo a pesar de convivir con el redactor de estas líneas; y una impresora.
Al contrario que el cientoveintisiete, cuya vida útil alcanzó los veinte, la impresora, a pesar de su juventud, es paradójicamente una anciana de ocho años. Aun siendo hija reconocida de una marca norteamericana de prestigio, o quizá precisamente por eso, ha decidido cumplir con el axioma Kleenex y cada vez funciona peor. Manchas de color indeterminado, más bien parecido al sepia, jalonan ahora cuantos dibujos, normalmente escudos, salen de sus entrañas. En algún caso he llegado a interpretar que un campo de gules se cargaba de un sembrado de… ¿qué será esto? ¡son manchas!
Hace una semana, después de descargarlo de la página que la Sociedad heráldica inglesa, que no británica, mantiene en la red, decidí leer una conferencia del anterior Jarretera rey de armas principal de Inglaterra, don Peter Gwyn-Jones, fallecido en agosto de 2010.
El documento, un interesante resumen vital de los motivos de elección de sus diseños heráldicos desde 1970, se expone repartido, por su extensión, en tres de los últimos volúmenes de la revista trimestral La gaceta heráldica. El tercer y último capítulo se recoge en el número correspondiente al mes de septiembre de 2009.
Antes de abordar la lectura repasé sin mucho afán los escudos que la adornaban. Al llegar a uno de ellos, un campo de gules cortado dentado de azur, cargado de cinco gaviotas de plata, puestas tres en lo alto y dos en punta, advertí una de las habituales manchas sepia que mi impresora reparte al azar.
Hora y media después, concluyendo ya la lectura de la conferencia, resultó que la mancha no era tal. El texto explica que esa mota sepia era un pequeño escusón.
El escudo muestra las armas de una dama: Margaret Seward. Fueron creadas, no por el propio rey de armas Gwyn-Jones, sino por el entonces Richmond heraldo, don Patric Dickinson, hoy Clarenceux rey de armas.
Aclara un buen número de curiosos detalles, pero se proponen solamente dos y con esto concluyo tan tediosa entrada:
El dentado del cortado representa la profesión de la dama: dentista. Todo un alarde de buen humor.
Y la mancha, que resultó ser un pequeño escusón de oro en jefe, indica, sorpréndase conmigo improbable lector que yo tampoco había leído nunca ese dato, que se trata de una dama casada.