CETRO Y FLORES DE LIS
Por don Francisco Serrano
Licenciado en Bellas Artes
Año 1105.
Allí estaba, parado como un tonto, a los pies de la escalera, ante la iglesia del sepulcro del Apóstol. La peregrinación había transcurrido bien desde que salieron de Aldana, su querida tierra gallega, él era un Aldao, hijo del señor de Aldana. Los días habían sido soleados y en los caminos no habían tenido ningún contratiempo. En aquel lejano temporal en la costa, que apunto había hecho naufragar su nave, se decidió a realizar la peregrinación. Estaba agradecido al Apóstol. Pero se había olvidado de las malditas escaleras, malditas, malditas…
Sabía lo que iba a pasar, lo sabía. Había ocurrido miles de veces. Le hubiera gustado darse media vuelta, pero no podía. Y ocurrió. Aquel joven caballero algo más bajo de lo común, de ojos negros y claros, de facciones duras y hoscas pero agradables, y de una imponente espalda, muy ancha incluso para un caballero, se transformo en un monigote ante el primer paso. Su pierna derecha no respondía y tenía que ser arrastrada con torpeza. Por algo la gente de su tierra le decía “maldoado” y los bárbaros castellanos “maldonado”.
Su padre, cuando al nacer vio su mal formada pierna, lo miró con disgusto y hubo un tiempo en que no se acerco a él. Pero su madre, algo docta en los males del cuerpo y sus curas le decía –“dale tiempo, ya se fortalecerá”. Su padre, Pedro Arias, nunca pensó en él como caballero, pero cuando fue enviado a la corte de León, su madre le entregó un mensaje para el maestro de armas.
Nunca supo lo que decía aquel mensaje, pero aquel hombre se encargó de él. Le hizo subir y bajar todas las escaleras del adarve, miles y miles de veces y con sacas colgadas de los hombros. Después del entrenamiento diario, los otros se iban de francachela, pero él no. Allí estaba él subiendo y bajando escaleras con las espaldas dobladas por el peso, más de una vez había recibido un golpe y una patada cuando no podía más y se derrumbaba al suelo. Odiaba al maestro de armas, odiaba a sus compañeros, odiaba a todo el mundo. Pero aquello funcionó. Su pierna se fortaleció como predecía su madre, y al andar su cojera era casi imperceptible. Pero nunca pudo subir escaleras como los demás.
Y ocurrió lo que estaba esperando, las miradas, las conocía de antiguo. Allí estaban las de las campesinas, la lástima inicial de ellas se transformaba de pronto en una mirada cargada de deseo, parecía como si lo desnudaran. Nunca había entendido a aquellas desgraciadas. No sabía por qué, pero cuando una de aquellas aldeanas se daba cuenta de su cojera y le miraba de arriba abajo, se despertaba en ellas el deseo más ardiente por él. Tras noches de unir cuerpo con cuerpo, a veces les había preguntado por qué gustaban de él y ellas siempre contestaban que era muy tierno. Y se quedaba mirando con sorpresa, él nunca había sido tierno, su mal carácter le había pasado alguna que otra mala jugada a aquellas mujeres.
La mirada de las damas era diferente, siempre permanecía en ellas esa mezcla de pena y lujuria. La de los villanos ya sabía, burla y algo más. Pero la peor era la de los otros caballeros, desprecio. Y allí estaba, la mirada de desprecio, aquel franco de ojos azules… Le hubiera partido la cara, pero una mirada que solo veía él, no era una ofensa. Llegó agotado a la entrada y allí se olvido de todo. La puerta de piedra aún no se había levantado y un tosco parapeto de madera resguardaba la penumbra del templo. Oscuridad que invitaba a pasar a otro mundo. Se dejó llevar por los sonidos y los ritos y entró.
La cantidad de peregrinos era mucha y la espera larga y tediosa. Miró a las alturas y allí en un pilar, tallado en piedra, un ángel con las alas extendidas bajando del cielo, portaba en la mano un cetro y en la otra una filacteria con la salutación” Ave María”. Él era gran devoto de Nuestra Señora. Un poco más allá, en la enjuta con el arco, pintado un escudo extraño, blanco o dorado, no se veía bien, pero sí podía advertir las cinco heridas sangrantes. Había observado ya otros escudos, pero este de las cinco llagas de Nuestro Señor era algo totalmente nuevo y distinto.
Estaba en estas cuando, maldita sea, alguien le había pisado su pierna. Parecía como si lo hubieran hecho a propósito. El dolor le subía del pie a la ingle. -“Seáis maldito”. A punto estaba de darle un golpetazo al patán que le había pisado cuando al darse la vuelta vio que era un caballero. Aquel gigante franco de ojos azules y su mirada. Su amigo Ramírez le agarró del brazo y dijo -“No maldonado” y el franco sonrío y él no pudo más. Allí mismo retó a aquel gigante. Ramírez repitió un no apagado.
Más tarde supo por qué no. Había retado ni más ni menos que a Roberto de Curthose, hijo de Guillermo I de Inglaterra y duque de Normandía. Caballero andante donde los hubiera, tenía recorrida medía Europa y atravesado los Alpes en busca de Matilde de Canossa. Cruzado en Tierra Santa, decían las malas lenguas que cuando partió a ellas era tan pobre que debía permanecer en cama por falta de vestimenta.
Allí estaba. El día era nublado y gris en Saint Denis, en el corazón de Francia. Delante del estrado real, cubierto este de telas sembradas de lises. Presidía el Rey Luis el Gordo. A un lado el abad Suger y al otro la Reina Adela, fea como ella sola.
Se encomendó a la Virgen y empezó la lucha. Un, dos, tres, hasta cinco fueron los cortes y heridas que recibió el pequeño gallego y el franco ni se inmutó. Desesperado estaba cuando sin darse cuenta comenzó a rezar ”Ave María…”. En ese momento el cielo se abrió, el sol brilló con fuerza y un rayo de luz al reflejarse en su casco deslumbró al Duque. Nuestro pequeño caballero aprovecho la situación y con un fuerte empujón de hombro lo derribó al suelo. El Duque Roberto, un verdadero caballero cruzado, nunca fue un hombre con suerte. Perdió un reino y perdería su Ducado, muriendo tras veinte años de prisión.
Tenía ya la espada en la garganta del franco cuando el Rey Luis gritó –“Basta“- y lanzó su cetro real entre los dos caballeros. El gallego miró el cetro. Recogiéndolo, lo estrechó en su mano con fuerza. La última herida recibida, por encima del hombro, era profunda y dolía. Brotaba la sangre derramándose por su escudo, su pobre escudo, rojo. Estaba furioso, apenas podía respirar y la cabeza le daba vueltas, su mirada medio perdida se clavó en un escudo real que tenia enfrente, pulido, hermoso con su sembrado de flores de lis, qué gran escudo. Y el suyo, manchado con su sangre. Oyó al Rey decir –“¿Qué queréis?”. Qué queréis... él quería aquel hermoso escudo y lo señaló con la mano. -“Recibiréis las armas del caballero, sois el vencedor”. Pero él no quería las armas, quería aquel escudo y balbució –“Las flores de lis”- y oyó un rotundo no, e insistió –“Las flores de lis”.
Se hizo el silencio, un silencio largo y durante ese instante revivió el escudo con las cinco heridas sangrantes de Cristo, pintado en la catedral de Santiago. Siguió el silencio y añadió -“Cinco flores de lis. Una por cada herida”- , y replicó el Rey “-Sea, mais ils sont mal done”. Y nuestro caballero sonrió.
Año 1122. "Ego Nunus Petri Maleodatus, miles et uxor Eldara Fernandi…" así había redactado el escribiente.
Francisco Serrano