Disculpe, Señora, que no me levante. Aunque sin duda es uno de los más célebres epitafios, la prosaica realidad demuestra que sobre la tumba del más popular de los hermanos Marx, Groucho, en el
Eden Memorial Park de San Fernando, en Los Angeles, únicamente figuran su nombre, las fechas de su nacimiento y de su muerte, 1890-1977, y una estrella de David.
Se trata pues de uno de esos mitos,
leyendas urbanas en un nombre más actual e igualmente sugerente, que trasmitimos irreflexivamente en la cotidiana conversación.
Otra de esas invenciones es aquella que asegura que el cuerpo de Walt Disney, empedernido fumador durante toda su vida, permanece crionizado a la espera del descubrimiento de la vacuna contra un cáncer de pulmón que acabó con su vida en 1966.
No. Walter Disney fue ciertamente incinerado dos días después de su muerte en el
Forest Lawn Cemetery de Glendale, en la California en la que vivió, y allí reposan sus cenizas. A pesar del interés que demostró durante su vida por los avances científicos no fue realmente crionizado sino todo lo contrario, fue carbonizado.
Ese interés que demostró Disney por la ciencia es el más probable factor determinante para la creación del mito.
Desde un punto de vista frívolo, puede considerarse que los actuales avances en ciencia genética ya habían sido atisbados, intuidos, adelantados a través de la imaginación de Disney. La universal clonación de la oveja Dolly no es nada, a fin de cuentas, al lado del engendro genético que suponen el ratón Mickey, un hombrecillo con cara de roedor; o el pato Donald, un hombre con cabeza y patas de ánade que casi sabe hablar; Goofy, quizá el engendro genético de mayor gravedad médica; o el propio Pluto, un perro alopécico con tan solo dos pelos en la coronilla.
Pero antes de que la imaginación de Disney creara esos híbridos, esas extrañas mutaciones, los heraldistas medievales ya habían incorporado a las armerías figuras igualmente sorprendentes, genéticamente imposibles. La idea se la robo, con absoluta desvergüenza, al mejor y más prolijo diseñador heráldico de
nuestra red nacional, don Fernando Martínez Larrañaga.
Le propongo, improbable lector, comenzar un punteo, somero, a desarrollar en varios días, a algunas de las figuras heráldicas que se han dado en llamar quiméricas, aquellas compuestas habitualmente por seres híbridos de varias especies. Hoy se tratan únicamente dos.
Sin duda el más conocido ejemplo de animal con malformación genética grave, un verdadero mutante, es el grifo del que ya se habló,
no hace tanto, al tratar algunas expresiones de nuestra ciencia que dan lugar al equívoco. Se trata de un ser con cabeza, patas delanteras y alas de águila y resto del cuerpo de león. No quiero ahondar en el asunto porque este blog lo pueden leer menores de edad pero la verdad es que da lugar a reflexionar qué clase de unión amatoria pudo desencadenar semejante monstruo. El grifo se representa en nuestras armerías habitualmente rampante.
La siguiente y última figura heráldica quimérica que se abordará hoy será el dragón, animal imaginario por excelencia, que más que un ser con un trastorno mutante del ácido desoxirribonucléico debido a alguna clase de exceso, sugiere la existencia de una especie, hoy perdida, que pudiera haber sido incluida con el nombre latino
Draco Draco en la taxonomía creada por el insigne Linneo. Linneo, por cierto, cuyas armas recreó el capitán don Fredrik Brodin, el mejor diseñador heráldico de aquella parte de la tierra emergida, en
una reciente entrada de su excelente blog. Armas de Linneo, ya concluyo con este paréntesis, que demuestran el acierto del rey del armas que las diseñó al incluir los tres reinos de la naturaleza con un huevo en abismo.
El dragón es quizá la figura heráldica imaginaria más representada en estos reinos que hoy son España. Posee cabeza de reptil y patas de águila, cuerpo y cola de cocodrilo, alas de murciélago y boca que muestra una lengua en forma de dardo. Se dispone comúnmente vencido y en algunas armerías rampante. Habitualmente se esmalta de sinople.
Especialmente en el principado que se honra de aportar un veinticinco por ciento del PIB nacional a pesar de contar con tan solo un trece por ciento de la población española, se asociará con el mítico san Jorge, que encarnará para siempre
el bien, en una concepción tercamente maniquea de la existencia y dejará al dragón la posición contrapuesta,
el mal.
Para concluir esta entrada, señalar que en defensa del dragón, recientemente, se han alzado capacitadas voces que han alabado sus copiosas virtudes. Conviene aquí el recuerdo de la película
Dragon hearth, que muestra al último dragón como un ser noble y valiente; o la más actual
Cómo entrenar a tu dragón, que lo convierte en una especie entrañable.
Y no solo el cine, la literatura, abundante en asuntos de dragones, tiene en el I barón de Gratia Dei, del reino de Georgia, don José María de Montells y Galán, el más insigne paladín de las bondades del ser que ha encarnado en el
numen social el mal: el dragón.