Hoy presento, porque la resaca que ha provocado el aluvión de títulos en reinos e imperios extintos no permite otra cosa, una imagen extraída de la red. Imagen que pretende únicamente recordar un adecuado uso que resiste y persevera entre nuestra más antigua nobleza española.
Es la instantánea que precede suficiente evidencia de la tradición de las más distinguidas dinastías: mostrar las armas familiares sobre sus sepulcros. En particular, se representan las de la casa de Alba de Tormes indicando el lugar donde reposa el III duque.
Como recordará, improbable lector, la usanza durante los siglos XIII, XIV y XV establecía disponer el escudo sobre la lápida, en el interior de las iglesias. Aquel mismo escudo que se había embrazado en la batalla. Escudos entonces fabricados invariablemente con madera, reforzada por medio de una bloca, y adornados con piel en su parte exterior sobre la que se disponían los dibujos y colores, heráldicos evidentemente, que señalaban la identidad.
Ya en el siglo XVI, diversas ordenanzas eclesiásticas prohibieron tan distinguida costumbre ciñendo a nueve días el permiso para mantener las armas del difunto sobre la lápida. Tal veto originó la práctica, aún hoy vigente entre los más esclarecidos representantes de nuestra sociedad, de componer las labras sepulcrales con la heráldica familiar.