Los dos restantes escudos son de don Ángel Frontán. Se trata de los siguientes:Las armas de don José María de Montells y Galán, como juez de armas del gran priorato de España de la orden de san Lázaro.
sino a través de la cadena que orla el escudo. Cadena que los actuales reyes de armas de Inglaterra portan sobre su tabardo significando igualmente su oficio heráldico.
Las armas de don Francisco Franco y Bahamonde, Salgado y Pardo, quien fuera el anterior general jefe del Estado español.
Se trata de la recreación del escudo de la orden de la banda.
como manifestación de la pertenencia del general a la orden de san Lázaro.Por último las armas del cardenal Spellman, partidas con las de su diócesis de Nueva York.
Como recordará, improbable lector, entre los obispos católicos de Norteamérica es costumbre partir las armas de la diócesis con las propias. El resultado no siempre revela el acierto de este uso secular dado que las figuras se alargan, en muchos casos excesivamente, haciendo incluso algunas de ellas irreconocibles.
La idea de añadir las armas de la diócesis al escudo propio proviene de la anterior costumbre de añadir las de la orden a la que se pertenecía en alguno de los cuarteles. Así, los dominicos añaden bien una cruz flodelisada, gironada de plata y sable, bien el can de plata y sable; La forma de disponer las veneras de las diferentes órdenes sobre la composición heráldica revela de alguna forma el grado de pertenencia a la orden.
Así, los príncipes soberanos, grandes maestres de Malta,
cuartelan sus armas familiares con las de la orden soberana.
Costumbre que también hemos podido observar que se cumple con los grandes maestres de la orden de san Lázaro.
como es el caso de los tres ejemplos que hoy se proponen de caballeros de la orden de san Lázaro.
La heráldica se mantiene viva. Permanece viva en tanto que se siguen, no solo exhibiendo antiguas armerías, sino adoptando armas.
Como recordará, improbable lector, el escudo, en estos reinos que son España, es propiedad de quienquiera que desee hacerse diseñar armas nuevas. No es necesario ser noble, no se requiere condición alguna. Únicamente hay que elegir unas armas. Nada más.
En otros reinos de nuestro entorno geográfico europeo no ocurre así, siendo necesario poseer o acceder a la condición de noble.
Aquí no. En los reinos que hoy son España y en todos aquellos virreinatos que algún día pertenecieron a la corona, ostenta armas quienquiera que desee poseer un escudo.
Pero también es cierto que resulta del todo conveniente y muy acorde a las más antiguas tradiciones españolas, que así lo exigían, registrarlo ante la autoridad de un rey de armas.
El último individuo que ostentó este cargo de rey de armas, acreditado ante el ministerio de Justicia, falleció en 2005. Falleció quien, en nombre del rey y con el visto bueno de las autoridades del ministerio, podía registrar armas nuevas.
Y ante la
Frente a este estado de cosas cabe plantearse la siguiente reflexión: Naciones tan adelantadas socialmente como Inglaterra, Holanda, Canadá o Suecia, mantienen la figura de los reyes de armas. Figura que aquí, como ha quedado expuesto, permanece vacante desde 2005.
Sin embargo no existe inconveniente en aceptar que en España existen actualmente cronistas de armas, heráldicamente muy capacitados, que se encargan de ordenar adecuadamente los escudos armeros de los municipios de las diferentes regiones. Cronistas que han sido nombrados por las diferentes comunidades autónomas y cuyas funciones y pareceres han sido publicados en los diferentes boletines oficiales regionales.
Si el puesto entonces de rey de armas permanece vacante, existiendo sin embargo quien, por su capacidad, pueda ocuparlo ¿no debería sopesarse la posibilidad de recrear la figura, de dar vida de nuevo al cargo?
Con el permiso expreso del padre Selvester, estas son, extractadas, sus palabras:
La novela de Alejandro Dumas, El conde de Montecristo, relata la venganza contra sus perjuros acusadores, de un prófugo de la isla-prisión de If, 
que había sido injustamente encarcelado. Tuvimos ocasión de leer la obra hace un par de veranos y aunque el paso del tiempo ha hecho que adolezca de una falta de tensión argumental que hoy sería imperdonable, la novela es, en conjunto, buena.
Como seguramente conocerá, improbable lector, los títulos de pretensión son aquellos que utilizan los miembros de las familias soberanas al perder sus tronos. De reciente memoria son los títulos de conde Barcelona, que usó el rey de España en el exilio, el almirante don Juan de Borbón;
El conde de Saint Germain y de Montecristo, que vivió entre 1696 y 1784, fue un personaje muy conocido en la corte de París del siglo XVIII al desplazar a otros nobles en la amistad del rey Luis XV
y de la amante de este, madame Pompadour.
Aunque los datos no son del todo fiables, el conde de Saint Germain y de Montecristo nació segundogénito del soberano del principado de Transilvania, estado entonces independiente cuyas armas fueron estas:
Transilvania, nación hoy inexistente, posee un nombre asociado inevitablemente a la novela de Bram Stoker, Drácula.
De nombre Francisco II Rákóczi, al exiliarse después de perder su trono a manos del imperio austriaco, marchó al reino de Polonia donde adoptó el título de pretensión de conde de Sáros. Posteriormente pasó a Francia donde trabó una gran amistad con el rey Luis XIV y finalmente se trasladó al imperio otomano donde vivió los últimos dieciocho años de su vida, siendo visitado a menudo por sus dos hijos.
Algunos de los títulos que usó durante sus viajes por las cortes europeas fueron estos: Príncipe Rákóczi, marqués de Montserrat, marqués de Aymar, conde de Saint Germain, conde de Montecristo, conde de Surmont, conde de Soltikov y conde de Beldar.
Recientemente, en agosto de este año 2009 en curso, se habló
Hoy se trae a su consideración, improbable lector, una reciente e interesante participación del padre Selvester en el foro de la Sociedad americana de heráldica, traducida al castellano. Sus palabras son las siguientes:
Una de mis aficiones favoritas es contemplar armoriales. Específicamente aquellos armoriales que recogen las armas de los sucesivos titulares de un destino eclesiástico concreto, como una diócesis o una abadía, o bien de un título nobiliario cualquiera. Creo que comenzó mi interés por esta materia cuando aún pertenecía, como monje benedictino, a la vida monástica.