Atribuir armas a personajes fantásticos es una de esas actividades que, imaginando su erudición improbable lector, tanto le disgustarán, pero que a mí me parece una sana diversión, una forma de evasión, un ejercicio heráldico.
Es una afición que comparto, según he podido comprobar a través de la lectura de varias de sus obras, con el doctor don José María de Montells y Galán, II barón de Dranda y I vizconde de Portadei, del reino de Georgia, quien es prolijo fabulador y acertado atribuidor de armas a los más variados personajes, que lo cortés, no quita lo valiente.En mis horas de ocio he inventado armas para muchos, muchos personajes imaginarios, legendarios, mitológicos, fantásticos... Creo recordar que comencé esta andadura con los personajes principales de la novela de la escritora norteamericana Joan D. Vinge, titulada Lady Halcón, novela que, como su homónima película, lograron cautivar mi febril imaginación adolescente y me hicieron soñar con ser yo mismo un nuevo Etienne de Navarre. El resultado de aquellos lejanos razonamientos es lo que sigue.
Las armas que entonces atribuí al caballero Navarre, puede suponer correctamente improbable lector, eran un parlante de Navarra antiguo, esto es, un campo de gules pleno. De hecho se puede inferir que el apellido del caballero escondía una secreta relación con la casa real de Navarra. Relación que podemos incluso sospechar de filiación, aunque ilegítima, con el soberano de aquel reino. Armas que, después de la aventura relatada en el texto de la novela se completaron con un escusón de oro, cargado con un halcón parado de gules, en recuerdo del cuidado que puso el capitán Etienne de Navarre en la supervivencia de su amada, convertida por un tiempo en ave.Para Isabeau, lady Halcón, de la familia más linajuda de los Anjou, aunque también de la rama más pobre, atribuí un escudo de Francia en su versión anterior, es decir un campo de azur sembrado de lises de oro, como familiar lejana que era del capeto, cargado de un lambel de plata, similar al de los actuales Orleans. Armas a las que años después Isabeau añadiría un franco cuartel de gules, en homenaje a su esposo, el capitán Navarre, manteniendo brochante el lambel. Posteriormente, al igual que Navarre, concluida felizmente la aventura que recogen película y libro, añadió un escusón de oro cargado de una cabeza de lobo de sable, como recuerdo del cariño que profesó a ese temido animal.Se fabula que acabaron sus días como señores de aquella misma ciudad, Áquila, que los había visto embrujados por el odio de su obispo. Después de la muerte del malvado, Roma abolió aquella diócesis. El capitán Etienne de Navarre y su esposa, Isabeau de Anjou, quedaron como señores soberanos del lugar y de su campo circundante, titulándose desde entonces como condes de Áquila.Como condes soberanos que fueron de un territorio independiente, lograron que su larga descendencia emparentase por vía de matrimonio con las más esclarecidas estirpes de reyes de la cristiandad, siendo hecho cierto que los monarcas de Europa, todos, llevan en sus venas sangre de aquellos héroes legendarios.
En cuanto al personaje Phillipe Gastón, apodado ratón, comprobada a lo largo del texto su falta atávica de escrúpulos, supuse que acabaría sus días como conde palaciego en la corte del duque de Bretaña o de algún otro noble soberano de la zona. Imaginé además que las armas que escogería serían las de Francia, con un lambel de plata, como muestra del antiguo afecto y como sincero homenaje a la mujer que conoció siendo adolescente y de la que siempre se mantuvo secretamente enamorado. Lambel de plata al que añadiría escusones de oro con una cabeza de lobo de sable y un halcón posado de gules, en recuerdo de su aventura juvenil. Caballero valiente, participaría al lado de su señor en mil batallas. Podemos suponer que terminó sus días casado con la hija menor del duque soberano de Bretaña, rodeado de hijos que entroncarían con las más nobles familias de la cristiandad y adinerado, aunque siempre derrochador.En cuanto al personaje del monje Imperius le dispuse por armas un escudo de púrpura cargado con cruz de sable, como signo de penitencia por el grandísimo pecado de romper el sigilo de confesión. Armas que no son las que trajo en su juventud toda vez que, aunque de familia campesina, sus padres eran propietarios de la tierra, hombres libres, y tuvieron armas parlantes definidas como un arado de oro en campo de gules, partido con un molino de gules en campo de oro.
Sujeto a las más estrictas penitencias con el ánimo de enmendar su gravísima falta, entregó su alma al Altísimo, extenuado de tanta mortificación, pocos meses después de concluir la acción relatada en el libro.Por fin, al obispo de Áquila, el malo del relato, atribuí un partido del escudo de su supuesta diócesis, que sería un águila de sable parlante del nombre de la ciudad, en un campo de plata, con las armas de su elección al ser consagrado obispo. Armas éstas que, dada su evidente maldad, serían de sable, sembrado de jirones de plata y brochante un erizo de oro. El lema sería pincho por nacimiento. Muerto al final de la novela, le supusimos una infancia marcada por el odio, hijo de herejes que, aunque de desahogada posición económica, no fueron nunca aceptados. Sin armas hasta su madurez y sin más objetivo que ser admitido en una sociedad en que las creencias podían determinar el aislamiento, fue converso por conveniencia ya con cierta edad, sin creer de veras en la fe católica. Por fin, el dinero de sus padres le permitió un ascenso en la jerarquía eclesiástica que, a la postre, fue lo que le condujo a su perdición.
Es una afición que comparto, según he podido comprobar a través de la lectura de varias de sus obras, con el doctor don José María de Montells y Galán, II barón de Dranda y I vizconde de Portadei, del reino de Georgia, quien es prolijo fabulador y acertado atribuidor de armas a los más variados personajes, que lo cortés, no quita lo valiente.En mis horas de ocio he inventado armas para muchos, muchos personajes imaginarios, legendarios, mitológicos, fantásticos... Creo recordar que comencé esta andadura con los personajes principales de la novela de la escritora norteamericana Joan D. Vinge, titulada Lady Halcón, novela que, como su homónima película, lograron cautivar mi febril imaginación adolescente y me hicieron soñar con ser yo mismo un nuevo Etienne de Navarre. El resultado de aquellos lejanos razonamientos es lo que sigue.
Las armas que entonces atribuí al caballero Navarre, puede suponer correctamente improbable lector, eran un parlante de Navarra antiguo, esto es, un campo de gules pleno. De hecho se puede inferir que el apellido del caballero escondía una secreta relación con la casa real de Navarra. Relación que podemos incluso sospechar de filiación, aunque ilegítima, con el soberano de aquel reino. Armas que, después de la aventura relatada en el texto de la novela se completaron con un escusón de oro, cargado con un halcón parado de gules, en recuerdo del cuidado que puso el capitán Etienne de Navarre en la supervivencia de su amada, convertida por un tiempo en ave.Para Isabeau, lady Halcón, de la familia más linajuda de los Anjou, aunque también de la rama más pobre, atribuí un escudo de Francia en su versión anterior, es decir un campo de azur sembrado de lises de oro, como familiar lejana que era del capeto, cargado de un lambel de plata, similar al de los actuales Orleans. Armas a las que años después Isabeau añadiría un franco cuartel de gules, en homenaje a su esposo, el capitán Navarre, manteniendo brochante el lambel. Posteriormente, al igual que Navarre, concluida felizmente la aventura que recogen película y libro, añadió un escusón de oro cargado de una cabeza de lobo de sable, como recuerdo del cariño que profesó a ese temido animal.Se fabula que acabaron sus días como señores de aquella misma ciudad, Áquila, que los había visto embrujados por el odio de su obispo. Después de la muerte del malvado, Roma abolió aquella diócesis. El capitán Etienne de Navarre y su esposa, Isabeau de Anjou, quedaron como señores soberanos del lugar y de su campo circundante, titulándose desde entonces como condes de Áquila.Como condes soberanos que fueron de un territorio independiente, lograron que su larga descendencia emparentase por vía de matrimonio con las más esclarecidas estirpes de reyes de la cristiandad, siendo hecho cierto que los monarcas de Europa, todos, llevan en sus venas sangre de aquellos héroes legendarios.
En cuanto al personaje Phillipe Gastón, apodado ratón, comprobada a lo largo del texto su falta atávica de escrúpulos, supuse que acabaría sus días como conde palaciego en la corte del duque de Bretaña o de algún otro noble soberano de la zona. Imaginé además que las armas que escogería serían las de Francia, con un lambel de plata, como muestra del antiguo afecto y como sincero homenaje a la mujer que conoció siendo adolescente y de la que siempre se mantuvo secretamente enamorado. Lambel de plata al que añadiría escusones de oro con una cabeza de lobo de sable y un halcón posado de gules, en recuerdo de su aventura juvenil. Caballero valiente, participaría al lado de su señor en mil batallas. Podemos suponer que terminó sus días casado con la hija menor del duque soberano de Bretaña, rodeado de hijos que entroncarían con las más nobles familias de la cristiandad y adinerado, aunque siempre derrochador.En cuanto al personaje del monje Imperius le dispuse por armas un escudo de púrpura cargado con cruz de sable, como signo de penitencia por el grandísimo pecado de romper el sigilo de confesión. Armas que no son las que trajo en su juventud toda vez que, aunque de familia campesina, sus padres eran propietarios de la tierra, hombres libres, y tuvieron armas parlantes definidas como un arado de oro en campo de gules, partido con un molino de gules en campo de oro.
Sujeto a las más estrictas penitencias con el ánimo de enmendar su gravísima falta, entregó su alma al Altísimo, extenuado de tanta mortificación, pocos meses después de concluir la acción relatada en el libro.Por fin, al obispo de Áquila, el malo del relato, atribuí un partido del escudo de su supuesta diócesis, que sería un águila de sable parlante del nombre de la ciudad, en un campo de plata, con las armas de su elección al ser consagrado obispo. Armas éstas que, dada su evidente maldad, serían de sable, sembrado de jirones de plata y brochante un erizo de oro. El lema sería pincho por nacimiento. Muerto al final de la novela, le supusimos una infancia marcada por el odio, hijo de herejes que, aunque de desahogada posición económica, no fueron nunca aceptados. Sin armas hasta su madurez y sin más objetivo que ser admitido en una sociedad en que las creencias podían determinar el aislamiento, fue converso por conveniencia ya con cierta edad, sin creer de veras en la fe católica. Por fin, el dinero de sus padres le permitió un ascenso en la jerarquía eclesiástica que, a la postre, fue lo que le condujo a su perdición.